Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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martes, 1 de noviembre de 2005

1. La fonda del perdulario

En la esquina suroeste de la Plaza Mayor de la villa se abre un estrecho arco que, a través de una escalinata demasiado empinada para los caballos, conduce tras un par de revueltas a la calle de Herrerías. Si el caminante fija atentamente su mirada mientras recorre este camino, observará, dirigiendo su mirada a la derecha tras el primer giro, un zaguán ante el cual no falta a ninguna hora la luz de un candil, pero tras el cual reina la penumbra. Si se atreviese a preguntar a alguna de las sombras embozadas que pasan, casi a hurtadillas, por esa calle, quizá le dijeran que se trata de la fonda del perdulario, una de las casas de juego con más solera de toda la isla.
La fonda tiene su historia trágica, llena de oro, codicia, disputas y aceros ensangrentados. Pero para muchos es un remanso de paz, una tabla de salvación a la que agarrarse cuando los alguaciles salen del ayuntamiento dispuestos a limpiar la ciudad de vagos, maleantes y gentes de su calaña. Pues es cosa sabida que Tomás, el regente de la casa, unta, y no con grasa, los goznes de todas las prisiones del pequeño reino. Lo cual permite que allí se reúna la flor de los rufianes y la crema de la germanía, amén de los jugadores y su séquito de mirones, tahúres, ganchos, cortabolsas, y otros pícaros; razón por la cual tiene cuartel general en sus estancias superiores, justo sobre la mancebía, la banda de Juan el Tuerto, el más temido de los bandidos que asolan la comarca.
Se dice que hasta el mismo rey se descubre a su paso, y aunque parezca cosa de jácara, es cierto que en algo ha de haber valorado el auxilio que sus hombres han prestado, en más de una ocasión, contra los corsarios berberiscos. Quienes, por otro lado, suelen mantenerse tan lejos como pueden de estas costas, pues dicen que ha de ser cosa de magia que ninguno de los sabios sea capaz de fijar su ubicación sobre las cartas. Pero eso es otra historia, y será contada en otra ocasión; dejad por ahora que remoje mi gaznate y proseguiré con nuestro asunto.
Dicen, pues, que este Juan el Tuerto llegó a la fonda del perdulario buscando a una mujer, una tal Mariana que había escapado de su guarida. Mariana no era joven ni hermosa, y en cuanto a su virtud baste saber que la perdió por unos cuartos, pero del Tuerto nadie se despide a la francesa, y menos tras distraerle una bolsa de onzas. Que hacía tiempo que Mariana quería abandonar a Juan, eso lo sabe entre sus hombres hasta el último robaperas; pero nadie esperaba que saliera llena de oro, ni que consiguiera escapar a la venganza.
Aquel día había pasado por allí, con poca escolta, un infeliz que venía de hacer una fortuna en el nuevo mundo. Los hombres de Juan, avisados con antelación, esperaban ocultos en un bosquecillo situado a la margen derecha del camino. La víctima opuso resistencia y, después de herida, fue ahorcada allí mismo; por el contrario, los hombres de la escolta —algunos dicen que vendidos— huyeron en cuanto la cosa se puso fea. El botín fue suculento: oro, joyas, artefactos mecánicos y dos barricas del mejor vino de ultramar, que fueron degustadas en cuando llegaron a la guarida. Algo debió de hacer Mariana con la bebida, pues aquella noche, después de saciar su sed, su hambre y sus apetitos, roncaba a pierna suelta incluso Samuel el Casto, el abstemio monje excomulgado sobre el que en ocasiones tales.solía recaer la guardia.
Lo primero que notó el Tuerto fue la falta del dinero. Entonces, reunió a su gente y, pasándole revista, observó que faltaba Mariana. Inmediatamente ordenó a la mitad de sus hombres que buscaran su rastro por pueblos y ciudades, mientras buscaba una segunda guarida con la segunda. "Una vez me ha robado —decía para sí—, no le importaría revelar mi escondite".
No pasaron muchos días antes de que supiera que había sido vista en la capital. Era natural, pues por algún tipo de fuerza centrípeta, allí se encaminaba todo aquel que soñaba con escapar no sólo de la esclavitud del arado, sino de cualquier otra labor que requiriera algún tipo de esfuerzo. Y era tal la cantidad de gente que vivía allí de su ingenio, que en sus mentideros había sentada cátedra de truhanesca y picardía, que enseñaba a los primos las grandes lecciones de la universidad de la vida.
Aunque solía asolar sus contornos, a Juan el Tuerto no le gustaba la ciudad. Él era hombre de espacios abiertos, y sabía moverse sigilosamente entre los árboles y otear sus presas desde la altura de unas peñas. Aun así, sabía que si Mariana estaba escondida en la capital, sólo había un lugar donde pudiera ocultarse: la fonda del perdulario.
Y así fue como Juan el Tuerto, ladrón entre ladrones, encontró a Tomás, rufián entre rufianes. Su primer encuentro se limitó a unas palabras; después, brillaron los floretes. Tomás no quería desprenderse de Mariana, en quien encontraba una sabia consejera, y un ama excelente para las pupilas que dormitaban en las alcobas de los pisos altos. Juan quería, a toda costa, marcar el rostro de la que así le había despreciado. El combate fue largo: cada vez que uno de ellos intentaba un ardid, encontraba pronta la parada; por más que tirasen, siempre chocaban las hojas sin encontrar el cuerpo del rival. Finalmente, ya agotados, los dos rivales cayeron el uno sobre el otro, para dirimir con los puños y los brazos la contienda. Y hubieran seguido hasta la extenuación si no hubiera llegado, en aquel momento, un muchacho con la noticia de que Mariana había huido de la fonda.
Elogiando su arte, el Tuerto preguntó a su adversario quién le había enseñado la esgrima. Sólo entonces supieron la verdad: que habían sido, en su infancia, vecinos del mismo pueblo, y aun parientes.
En cuanto a Mariana, sólo sé de ella que saltó a un barco, y probablemente acabó sus días como esclava en las costas de África, pero hay quien prefiere pensar que acabó como una reina, como le sucedió a aquella otra perdida a quien llamaron la Perla.


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