Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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jueves, 3 de noviembre de 2005

2. Historia del rufo Tomás el Perdulario.

Es de saber que los dos truhanes más afamados de la Isla habían nacido en Villarrica de la sierra, pequeño lugar que los mineros fundaron sobre los montes del noroeste. Dicen que Juan el Tuerto, cuando trabó amistad con el rufo Tomás, le preguntó por qué había salido que aquel pueblo, que era también el suyo. Y le respondió lo más evidente: que se fue porque no podía más con la miseria, compadre. Y dizque entonces el Tuerto le preguntó cómo había vivido antes de llegar a la capital del pequeño reino.
—Cuando yo era chico, compadre, eran muchos los heraldos que venían, cada año, buscando mozos ingenuos que quisieran alistarse en las filas del Padre. Sería natural decir que un chiquillo que, como yo, no tenía mejor destino que el guiar el arado, cuando no arrastrarlo, fuese cautivado por los sueños de gloria, botín y sangre que se prometían a aquellos que se acercasen al escribano. Pero no es eso lo que me sucedió.
»Como vecino mío, recordaréis una niña que vivía en el Portal de las Angustias, y que todos los días bajaba con su jarro hasta la Fuente de la Ermita para llenarlo con aquella agua ferruginosa. Su nombre era Clara. A mí me gustaba verla pasar, y en más de una ocasión me sorprendieron sus ojos, que parecían acusarme de mirón y condenarme por tímido. Así, hasta que comencé a ser un mozo. Entonces, comencé a comportarme con descaro, por un lado, y por otro a destacar como el que más en todas las distracciones propias de la edad: así, yo era el primero en valor, cuando de domar un potro o encerrar los novillos se trataba; el primero en astucia, a la hora de robar los huevos de las picazas y descubrir las madrigueras de las raposas; el primero en el juego, también, y en los bailes.
»Sin embargo, observé que la muchacha no sólo no prestaba atención a mis proezas, sino que rehuía mis insinuaciones, e incluso comenzó a frecuentar a un tal Eusebio, unos años mayor que yo, mientras se reía de mí, todavía barbilampiño.
»Aunque al principio pensé que lo hacía por darme celos, pronto llegué a la conclusión de que no paraba ahí la cosa. Una noche, apostado bajo la reja de Clara, vi llegar a Eusebio, embozado, y vi cómo la nívea mano de Clara dejaba caer, a sus pies, una llave para franquear la puerta de la casa... ¡y la de sus aposentos!
»Esperé allí hasta el alba. Cuando el primer rayo de sol asomaba entre los riscos del monte, Eusebio, vestido apresuradamente, salía por la puerta. Clara debía de estar presenciando la escena, porque escuché un grito cuando salí, la espada desenvainada, a satisfacer mi indignación de amante y celoso. Es cierto que aquella a quien yo había dado mi corazón nunca me dio pruebas de haber querido poseerlo, pero ello no estorbó mi brazo cuando tiré una estocada recta al pecho de mi rival, que apenas había tenido tiempo de alzar en su defensa un brazo cubierto de ropas.
»Mientras él se desangraba, comprendí la situación. Debía poner pies en polvorosa, o los alguaciles acabarían prendiéndome. Sin pasar por casa ni recoger tan sólo un mendrugo de pan para el camino, eché a andar y no me detuve hasta haber llegado a la orilla del océano.
»Cuando los riscos en que se basa la sierra del noroeste llegan al mar, formando acantilados cortados a pico y arrecifes que se internan muchas brazas a lo lejos, hacen a menudo pequeños recovecos y calas a las que es difícil llegar, excepto para las cabras o las gaviotas. En el centro de una de esas calas, sobre la orilla arenosa, una choza me hizo comprender que por algún lugar había de encontrar un camino para pies humanos. Una vez hube bajado, me acerqué a la choza, pues deseaba conocer quién podía querer vivir en un lugar tan solitario como aquel.
»Vivía allí un hombre de no muchos años, pero muy mal llevados: su extrema delgadez y su falta de aseo mostraban a las claras que pocos hombres llegaban a aquel lugar, y que él tampoco hacía nada por llegarse a otros de su especie.
»Cuando me vio, me recibió con una mirada sañuda, como la de aquel león que cree que tendrá que competir con otro por el exiguo alimento. Sin embargo, se fue aplacando cuando le ofrecí unas bayas que había recogido por el camino, de modo que le pude contar mi historia.
»Yo creía que podría esperar comprensión en un hombre como aquel, que había vivido tanto tiempo separado de otros hombres, pues en mis pensamientos sostenía que, sin duda, nadie querría aislarse de la sociedad sino para expiar alguna deuda con ella contraída. En cambio, aquel salvaje comenzó a insultarme y a ponderar la gravedad del homicidio.
»Este era, sin duda, el mayor pecado que hombre alguno podía cometer, y mayor aún si se cometía amparándose en las engañosas promesas que el amor había puesto ante mis ojos. Pues, decía el ermitaño, qué no haría por odio aquél que decía matar por amor.
»Traté de hacerle ver que yo era joven y fogoso, y que sin duda había cometido aquel acto en un momento de enajenación, pues vi su gravedad en cuanto mi espada se hundió en la carne, pero todo fue inútil. Finalmente, se me ocurrió que, si conocía la razón que había llevado a aquel lugar al habitante de la choza, quizá podría lograr que me perdonara y me dejara vivir con él.
»Así que, sentándome junto a él, le dije que, si grandes eran mis pecados, igualmente grandes debían de ser los suyos, pues pagaba con ellos recluido en aquella soledad, en una prisión cuyas paredes las formaban, de un lado, los acantilados y, del otro, el proceloso océano.

»—Grandes son, sin duda alguna —dijo—, pero no que injurien a los mortales, sino sólo a Aquel que no puede morir nunca.

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