Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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domingo, 6 de noviembre de 2005

3. De la historia que el anciano contó a Tomás

—Quizá hayas escuchado alguna vez el nombre de Simeón el hereje.
—Sí —asentí— Simeón de Puertorreal, que descabezó las estatuas de los dioses y quemó todos los templos, mientras el Padre estaba fuera de la Isla. ¿Qué chico no ha oído, sentado frente a la hoguera, ese cuento en el que se castiga la impiedad? Es una de las consejas preferidas de los ancianos.
—Pues habrás de saber que ese Simeón no es un invento de las viejas ociosas que pretenden asustar a los niños. Yo lo sé porque estuve junto a él de niño, cuando predicó la gran revuelta.
»Mi nombre es Pedro Moreno; desconozco mi edad actual, pero, en los tiempos en que tuvieron lugar aquellos hechos, contaba tan sólo doce años. Suficientes para contagiarme de las locas ideas de un necio que hizo ahorcar a muchos hombres insensatos.
»Allá en Puertorreal, Simeón era el sacerdote de la Diosa. Durante las fiestas de la recolección, presidía las ofrendas de los campesinos, y sacrificaba cientos de animales para favorecer, en la siguiente cosecha, la fertilidad de los campos. Como sacerdote, Simeón se sentaba en el consejo y su autoridad era sólo ligeramente inferior a la del Capitán del Puerto, que representaba al Padre en las deliberaciones.
»Puedes pensar que nuestro sacerdote tenía una vida opulenta, ya que recibía tantas ofrendas y dignidades. Sin embargo, en Puertorreal es tradición que las ofrendas a la Diosa sean empleadas en el mantenimiento de hospitales y otras obras de caridad. Y Simeón cumplía esta obligación escrupulosamente.
»Aquel no había sido un buen año. Tras una larga sequía que agostó los cultivos, una plaga de langosta devastó las exiguas cosechas. Los caballos, escuálidos, apenas podían arrastrar los carros vacíos, y en sus establos, las vacas mugían de hambre y de sed.
»Evidentemente, la Diosa había de haberse contrariado con el pueblo por alguna razón, puesto que en la cosecha anterior las ofrendas habían sido opulentas. Simeón se preguntó si habría olvidado cumplir alguno de los rituales, o lo había cumplido erróneamente. Desde el pueblo se alzaron voces diciendo que la Diosa se apaciguaría entregándole un doble sacrificio, pero al sacerdote le pareció que tal medida condenaría al pueblo a una hambruna aún peor.
»Entonces, sugirió que un mensajero viajara hasta el remoto Templo del Dragón y trajera uno de los frutos sagrados, para obtener respuestas durante el trance. Sin embargo, nadie en el lugar se ofreció voluntario para aquella misión.
»Habían desembarcado, unos días atrás, unos cuantos marineros que habían perdido el camino en su viaje desde Albión hasta África. Uno de ellos, Gauterio Escoto, se ofreció a recorrer los caminos de la Isla, si se le aseguraba que los súbditos del Padre no lo confundirían con un pirata.
»—Brava necedad sería —dijo el Capitán— confundiros con un pirata, pues los pocos que a estas costas arriban tienen su tez cetrina, y no son rubicundos y pecosos como vos. Sin embargo, si así lo deseáis, os acompañaré en vuestra misión, pues sería una deshonra que ningún caballero del reino se prestase a emprender el viaje, cuando un valiente extranjero parte sin temor a los peligros.
»Así, Alonso Núñez, Capitán de Puertorreal, se embarcó en la misión más peligrosa de su vida, sin saber que acabaría lamentando su decisión en una fría mazmorra, hasta el final de sus días.
»Se dice que no hay mapas para llegar al Templo del Dragón, como no los hay para llegar a la isla. El templo llama hacia sí a quienes merecen encontrarlo, y confunde con peligros y pruebas el corazón de los necios, así el de los osados como el de los cobardes. Por tal razón, es tradición que quienes se encaminan hacia tal lugar venden sus ojos y azucen a sus caballos, y sólo recobren la vista cuando éstos, exhaustos, se detengan.
»Así, los dos caballeros recorrieron leguas y más leguas, hasta llegar a un río, tras el cual se recortaban a poniente unas montañas que ninguno de los jinetes fue capaz de reconocer. Era ya el ocaso y, dado lo avanzado de la hora, desaparejaron y abrevaron los caballos, buscaron leña con que encender una hoguera y extendieron sus mantas junto a ellas, no sin antes repartirse las guardias de la noche, que transcurrió sin novedades.
»Cuando amaneció, pudieron contemplar con más claridad las montañas, iluminadas por la luz de levante. Era un macizo rocoso; en las paredes de caliza gris se divisaban desde aquella distancia multitud de sombras que delataban la existencia de cuevas.
»Los dos aventureros se desayunaron con pedazos de galleta que había llevado el marinero, empapados con un chorro del mejor vino del Puerto. Aviaron sus monturas y cabalgaron hacia las montañas por un sendero rodeado de aulagas hasta que el terreno hizo aconsejable desmontarse.
»Gualterio sugirió que examinasen las distintas cuevas, pues temía que alguna guardase un peligro que pudiera cortar su retirada, en caso de que encontrasen un obstáculo al frente. Sin embargo, tras examinar unas cuantas cavernas, Alonso sugirió que se limitasen a evitar las zonas con más grutas hasta que la noche hiciera aconsejable buscar refugio en una de ellas.
»Así anduvieron tres o cuatro días, evitando las cavernas de día y acampando de noche dentro de ellas, hasta que, una tarde, vieron que el sendero que seguían se introducía profundamente en un oscuro túnel del que salía un hedor terrible, como si allí dentro se hubieran dejado pudrir los cadáveres de cien buitres.
»Gualterio se apresuró a sacar el yesquero para encender una antorcha, mientras Alonso afilaba su espada. No era una espada cualquiera: había sido bendecida por el Padre y, aunque menos poderosa que el Xirbal con que se decapitan anualmente los unicornios de la yeguada real, poseía sin duda algún tipo de magia, pues yo mismo había presenciado cómo aquella espada hendía fácilmente los yelmos de los piratas, y a continuación su cota, hasta la cintura.
»Mientras tanto, los caballos se removían inquietos, y sólo una extraña oración pronunciada por el hombre de Albión consiguió tranquilizarlos. Los tomaron de las bridas, y se adentraron en aquella oscuridad.

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