Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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sábado, 12 de noviembre de 2005

4. Hermano Juan

»Dicen que, mientras los dos exploradores estaban recorriendo las montañas en busca del Fruto Sagrado, Simeón el Hereje comenzó a tener extraños sueños. En uno de aquellos sueños, uno de los Unicornios que guarda el Padre en sus parques cerrados hablo, con suave voz, a Simeón, diciéndole: "No creas que los dioses somos yo y quienes somos como yo; Otro hay que tiene un poder muy superior a nosotros". Esto intranquilizó sobremanera al sacerdote, que comenzó a preguntarse cuál fuera aquella divinidad.
»Pocos días después, se descubrió en aquella ciudad una pequeña secta, formada por unos cuantos hombres débiles de voluntad que habían sido cautivados por las dulces pero venenosas palabras de un hombre de Albión; este hombre, si no sacerdote, sí decía estar unido, de alguna manera, a aquella divinidad por él traída; hasta tal punto, que por dicha unión había atormentado su cuerpo en diversas maneras, la menor de las cuales era renunciar al trato con mujer ninguna. Se hacía llamar Hermano Juan, y el punto principal de su religión (que en caso contrario no habría escandalizado a ninguno de los habitantes del pueblo) era que sólo había un Dios, y, desde luego, éste no era el Padre, puesto que aquel único Dios que, según el Hermano Juan, existía, había vivido y muerto como mortal mucho tiempo atrás, pero en estos tiempos sólo se manifestaba invisiblemente, de manera contraria a nuestro Padre, que todos podemos ver; y, en todo caso, decía su fe que todas aquellas otras deidades con formas de animales (tales como la Diosa) o de plantas, que nosotros adoramos, eras irremediablemente falsas.
»Unos piadosos ciudadanos de Puertorreal denunciaron el caso a Simeón, que no sólo era el juez en asuntos religiosos, sino que, en ausencia del Capitán, era la máxima autoridad del Pueblo. El asunto parecía claro, sobre todo teniendo en cuenta que las ideas de aquellos hombres del norte no diferían mucho de las que habían manifestado, en alguna ocasión, aquellos piratas berberiscos que habían sobrevivido un día o dos al tormento. Como ellos, los de Albión creían que el Ser Supremo era sólo uno; que había dejado sus leyes escritas en un libro redactado por un hombre en comunión con Él y que había que guardar ayunos y reunir semanalmente a toda la comunidad para orar. Sin embargo, el ímpetu iconoclasta de aquellos hombres de rostro pálido parecía menor que el exhibido por los de tez cetrina (pero quizá en esto el color de la piel diese seña del predominio de los distintos humores). El sacerdote, por consideración a aquel Gualterio Escoto que estaba en aquellos momentos afrontando diversos peligros por complacer a la Diosa (pues de ello se trataba, al fin y al cabo), dijo que se limitaría a recortar la libertad del tal Hermano Juan, llevándolo a su palacio, para desentrañar los puntos de aquella adoración; y que si ésta era conveniente, él mismo ayudaría a edificar un Templo, en el que se ofrecerían sacrificios y primicias; en caso contrario, el Hermano Juan sería condenado al silencio. Por lo que respectaba a los habitantes de Puertorreal, se les recordaba que ya se había caído en la ira de la Señora de los Frutos, y que era poco conveniente exponerse a la cólera de otras deidades, como el Trueno de la Guerra o el Viejo de la Montaña, lo que debían tener en mente si se les ocurría negar, como habían venido haciendo algunos, el carácter divino de sus Personas.
»Las palabras de Simeón tranquilizaron a la población, pero no al propio sacerdote, quien, debido a esos sueños que ya he mencionado, comenzaba a creer lo mismo que acababa de desmentir.
»Llevó a Juan a sus aposentos; le ofreció suculentos manjares y trató de tentarle confiando la limpieza de sus habitaciones a las dos esclavas más hermosas que pudo hallar en el mercado. Una de ellas, la morena Aixa, viajaba cautiva en uno de los barcos que habían osado atacar aquel puerto. La otra, una mujer que por su tez extrañamente pálida habría podido pasar por compatriota del Hermano Juan, procedía de una lejana isla, saqueada tiempo atrás por los hombres de hierro. La belleza de aquellas dos esclavas no pudo, sin embargo, romper las extrañas ligaduras con que el Hermano había atado su propio corazón; es más, el propio Simeón hubo de retirarlas al comprobar que las venenosas palabras de aquel hombre estaban afectando a aquellas dos criadas.
»Escuchando a su huésped, el gran sacerdote se veía forzado, en ocasiones, a darle la razón; mas había un asunto que no acababa de comprender, sobre el que volvía una y otra vez, asiéndose a aquel punto flaco de su adversario para mantener la cordura. Y es que Juan insistía en que sólo había una deidad; sin embargo, pedía la ayuda de numerosas otras figuras; así, desde que supo con qué clase de bestia habría de medir su lanza Gualterio, fiaba las esperanzas del regreso de éste sobre un tal Jorge, que se decía había sido un noble caballero, matador de serpientes. Pero este Jorge, evidentemente, no era aquel Único cuya existencia defendía el Hermano; ¿qué era, entonces? Una y otra vez la misma respuesta: no era un dios porque no era Dios, pero, tras su muerte, había pasado a figurar en la corte de Aquel y podía, por tanto, suplicar por los mortales. ¿Pero, entonces, no era mortal él mismo? No, pues existían dos vidas: la vida mortal y la vida de ultratumba; todos los seres humanos (¡algunos decían que incluso las mujeres!) podían gozar de ambas, siempre y cuando hubieran llevado una vida recta.
»Aquello era profundamente contrario a las ideas que Simeón había aprendido de su maestro. ¿Cómo —se decía— podía existir, más allá de la muerte, un reino formado por todos los que habían vivido? ¿No estaría tan superpoblado aquel reino como la populosa corte? ¿Y no veía que era imposible mantener la rectitud en una población tan numerosa? Era más simple, creía él, pensar que las almas transmigraban; de hecho, eso explicaba la larga vida del Padre, que renacía una y otra vez, al transmigrar cada noche su alma inmortal, al mismo cuerpo que la cobijó durante el día.
»Pero aquí había un punto de confrontación, pues Juan no podía creer (de hecho, ni siquiera podía concebir) que el Padre fuera inmortal: "¡Que me demuestre su inmortalidad, y yo lo creeré!" Grandes sacrificios había de hacer nuestro sacerdote, cada noche, para evitar que el alma del Supremo Señor fuera turbada, durante su transmigración, por aquella blasfemia. Aherrojando su cuello, hacía fustigar aquellas orejas que habían oído tan maligno mensaje. Aun así, no pudo espantar de sí el demonio de la herejía.
»Simeón el Hereje: así lo llamarían en las generaciones futuras. Pero, en aquel momento, era todavía Simeón el Sabio, Simeón el Pío, buscando en sus oráculos una solución para aquel castigo que había caído sobre los campos y las gentes de Puertorreal.
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