Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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sábado, 12 de noviembre de 2005

5. La perla

—Pedro Moreno detuvo en aquel momento su narración. La noche estaba bien entrada, y el eremita me sugirió —dice Tomás a su compadre Juan el Tuerto— que sería un buen momento para acostarse. También lo habría creído yo, si no hubiera estado colgado de aquel hilo tan fino de sus palabras.
—Compadre, qué arte tenéis para dejar en suspenso las historias. Sin embargo, yo prefiero que discurran libres, y sin interrupciones. Pero de momento ya me habéis llenado la cabeza de personas, y estoy a punto de perderme. Este Pedro Moreno era aquel hombre que encontrasteis en la playa, buscando refugio de la justicia, ¿me equivoco?
—No, en absoluto, compadre. Pedro Moreno era, efectivamente, ese viejecillo, o quizá no tanto, que me estaba contando la historia en la que él mismo tuvo un pequeño papel, aunque todavía no hayamos llegado a ello. Pero no es por dejar en suspenso la historia por lo que me detengo, sino porque observo que vos no habéis dejado de beber vino, y yo, que de tanto hablar tengo la garganta como una lija, apenas he echado un trago, y poco queda ya en esta jarra, que no es la primera de la noche. Así que pediré a mi Preciosa que nos traiga un par de jarras más y, cuando las hayamos terminado, terminará por hoy el cuento, que proseguiremos, si ha de seguirse, mañana.
—Bien habláis, compadre; y perdonad que yo no os haya dado ocasión de beber; pero tan extraños asuntos como aquellos de los que tratáis han de ser escuchados atentamente, y por ello no he introducido, como podría haber hecho, algún detalle de mi propia vida; pues también yo busqué, en algún momento de mi juventud, ese Fruto Sagrado que buscan ese hombre de Albión, Gualterio Escoto, y el Capitán Alonso Núñez, que mal haya, pues seguramente habrá acariciado las espaldas y puesto collares de esparto a muchos de nuestro gremio. También, en algún momento, escuché unas palabras sobre esa secta dirigida por mi tocayo, el hermano Juan; mas pensé que todo ello eran supercherías, mas en vuestra voz parecen peligros reales.
—La misma sensación experimenté yo escuchando al eremita. A la mañana siguiente, al despertar, no estaba en su choza. Lo busqué, y lo encontré recorriendo los acantilados en busca de percebes y otros animalillos con qué desayunarse. Después de pasar toda la mañana con él, buscando un exiguo alimento que apenas compensaba los peligros a que nos exponíamos, le rogué que continuara su relato.
»—¿Dónde lo habíamos dejado? Ah, sí. Creo que te conté cómo se inició aquella búsqueda del Fruto Sagrado, y también cómo, al mismo tiempo, el sacerdote de Puertorreal se iba transformando en el heresiarca en que finalmente se convirtió. Los dos asuntos son interesantes; mas creo que deberíamos comenzar, sin embargo, por introducir una tercera historia.
»Oíste alguna vez hablar de una joven de irresistible belleza llamada la Perla? En tus ojos veo que sí. Ya conocerás la historia, según la cual fue traída en una galera que había perdido su rumbo en una peregrinación hacia un lugar que está allá, al este, en el golfo del que nacen los mares. Esta joven, ya lo sabes, había encontrado un lucrativo negocio en la persona de aquellos peregrinos que, lejanos de sus legítimas esposas, necesitaban reconfortarse en el regazo de una mujer; así, a pesar de que ella misma no poseía una excesiva beldad, había ganado mucho dinero en sus travesías a lo largo de los mares, hasta que vino a desembarcar en la Isla, por la punta de Peñarrota.
»Quiso proseguir su negocio en esta parte del mundo, y para ello pidió, como es natural, permiso a las principales cortesanas y alcahuetas del puerto, así como a sus rufianes. Sin embargo, se negó a someterse a la autoridad de ninguno de ellos, lo que le granjeó la enemistad del gremio, pero produjo, así mismo, cierto revuelo, pues diversas muchachas decidieron ser, como ella, libres, lo cual nunca antes se había visto. Las alcahuetas vieron reducido su negocio, y durante meses hubo sangre en las calles. Finalmente, la Perla trasladó su comercio, y el de sus seguidoras, a una villa retirada donde no había todavía ningún gremio establecido.
»Entonces, acabado aquel desorden, las gentes observaron que la sangría, de algún modo, continuaba: se seguía echando en falta, todas las noches, a alguna mujer, incluso honrada, a alguna doncella, o a alguna criatura, siempre del sexo femenino. El Capitán de aquel puerto estudió los hechos, preguntó a los testigos y decidió poner espías en las tabernas del muelle. Poco después supo que entre los marineros corría el rumor de que una mujer de hermoso rostro compraba niñas y doncellas, pero también mujeres maduras, para bañarse en su sangre, como método de recuperar la juventud. Sin embargo —decían— ninguno de ellos sería capaz de trabajar para tal ama, pues, si se deleitaba con la sangre humana, nadie podía estar seguro de ella.
»Unos días después, un vigilante vio dos sombras, una de las cuales arrastraba a otra. Plantándose frente a ellas, les dio el alto, pero una garra cruzó su cara y lo dejó ciego para siempre. Sin embargo, su testimonio fue suficiente para que el Capitán tomara una decisión expeditiva: quemar aquel campamento de la Perla, probable refugio de la hechicera, y sacrificar a las supervivientes al Dragón que dormía en lo alto de la Montaña: pues justo era que, si aquellas rameras habían celebrado holocaustos con la sangre de los habitantes del pueblo, también ellas participaran de sus propias hecatombes.
»El Capitán preparó el ataque con sigilo. Era verano; el campo estaba seco; soplaba una suave brisa procedente del mar que ayudaría a avivar las llamas. Se cortaron los caminos cruzando troncos de árboles, se excavaron trampas, se acantonó a las tropas en las salidas del pueblo. A continuación, desde la Torre del Trabuco de Peñarrota se lanzó aceite y yesca sobre las casas, con aquel ingenio capaz de acertar a barcos dos millas mar adentro, mientras los arqueros dejaban caer una lluvia de proyectiles incendiarios sobre los tejados. El fuego, manifestación terrenal de la cólera de los Dioses, devoró la villa en que se refugiaba la Perla mientras los habitantes que pretendían escapar eran asaeteados, degollados, empalados en las lanzas que cubrían el fondo de los pozos de lobo. Se dejó con vida a las cien mujeres más bellas y a la Perla, extrañamente rejuvenecida, quienes, encadenadas, subieron a lo alto del monte Izando, que domina aquella parte de la Isla.
»El verano es mala temporada para los dragones, que en tal época vuelan al norte, más aficionados al frío que al calor, pues, en caso contrario, se dice, el propio fuego que llevan dentro los abrasaría. Por ello se estableció en la altura un pequeño campamento hasta que el cambio de luna indicó que había llegado el momento de atar a las víctimas a postes y descender la montaña.
»Algo debió de salir mal, ya sabes, pues se dice que, años después, Peñarrota fue asolada por barcos piratas conducidos por aquella mujer, bruja o lamia, que quemó en la hoguera a cien varones supervivientes del ataque, no sin antes dejarles contemplar cómo sus mujeres eran degolladas y sus cuerpos mancillados por los berberiscos. Desde entonces ninguna mujer, y muy pocos varones, han nacido en toda aquella comarca de la Isla.
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