Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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domingo, 20 de noviembre de 2005

7. Simeón, el hereje

—Mientras tanto, en Villarrica, las cosas estaban cada vez peor. El ganado famélico recorría los campos mugiendo de hambre y sed, los viñadores recogían los pocos racimos que no habían sido pasto de las aves, y, en su palacio, el sumo sacerdote seguía teniendo extraños sueños.
»Pero lo peor no había llegado. Un marinero que había regresado de Oriente pocos días atrás enfermó y, poco después, otro de sus compañeros de expedición comenzó a desarrollar los mismos síntomas: fiebres y escalofríos, dolores en las axilas y en la ingle, y convulsiones. Un físico examinó al primero de ellos, y observó que tenía hinchazones en las axilas. Entonces, corrió para ver si el otro tenía los mismos bultos, si bien menos ennegrecidos que en el primero. Al comprobarlo, corrió a buscar entre sus libros. En el de Dioscórides halló la respuesta que no deseaba encontrar.
»Ordenó que se aislaran las casas de los enfermos, y las de aquellos que hubieran tratado con ellos desde su enfermedad, o en los días inmediatamente anteriores. Él mismo ordenó que nadie se le acercase, y se colocó una campanilla, como un leproso, para avisar de su presencia. Aun así, la peste comenzó a hacer estragos entre los habitantes.
»Era evidente que los dioses habían montado en cólera. Simeón utilizó su último recurso: envió una paloma mensajera a Palacio, con la esperanza de que llegaran los hombres de hierro, con sus varas de la salud, que todo lo curan. Mientras tanto, ordenó que nadie saliera de la ciudad: la epidemia arrasaría la Isla si se extendía fuera del pueblo.
»El pueblo se mostró airado, ante tal decisión. Recuerdo que yo era entonces apenas un chiquillo, aunque, por supuesto, estaba persuadido de lo contrario. Con el coraje y la temeridad de los doce años, participé en los diversos motines. Por supuesto, lo que teníamos era miedo: miedo de caer también nosotros. Y por ello nos comportábamos de modo cruel con los muertos. Recuerdo que, cuando la peste estuvo extendida por todo el barrio del puerto, fui con algunos a arrojar teas sobre las casas de los que habían sido mis vecinos, y quizá amigos.
»Pero la peste no era el único enemigo. La orden del sacerdote implicaba un absoluto asedio sobre la ciudad: no nos llegaban provisiones, y nuestro único medio de subsistencia era la pesca. La desesperación se abatía sobre nosotros.
»Finalmente, quizá para evitar que los motines se convirtieran en una revuelta generalizada, Simeón convocó a todo el pueblo en la plaza del mercado, frente al templo. Allí, bajo el frontispicio decorado con escenas de la cosecha y la vendimia, degolló uno de los últimos carneros y escudriñó sus entrañas, como buscando una respuesta.
»—Este sacrificio —dijo— ha sido inútil. Nada hay en el corazón o en el hígado de esta bestia que nos ayude a comprender la razón de esta plaga.
»El pueblo lo miró, asombrado. Un rumor se extendió por toda la plaza. ¿Era posible que un sacerdote dijera tal cosa? Los guardias del palacio se pusieron nerviosos.
»—Después de examinar la cuestión —dijo—, he llegado a la conclusión de que el Hermano Juan está en lo cierto. Pues, por mucha que fuera su ira, ¿no se apiadaría de nosotros la Diosa, después de ver nuestras penurias? Y si el Padre tuviera, como dicen, un ojo que todo lo ve, ¿no habría acudido a auxiliarnos, incluso en el caso de que la paloma mensajera que le envié hubiera sido abatida por una saeta? A mi pesar, he de admitir que he estado equivocado durante muchos años. Otro Dios es el que debe recibir nuestras plegarias. Así pues, he decidido abandonar el templo de la Diosa y predicar la Verdad que me ha sido revelada. Quienes deseen seguir adorando a los viejos Dioses podrán seguir haciéndolo; no lo impediré. Pero les advierto que tal culto es inútil.
»El murmullo se convirtió en algarabía. ¿Cómo podía el sacerdote de la Madre negar la existencia de la deidad a la que había adorado durante tanto tiempo? ¿Sería la peste un castigo a Puertorreal por la impiedad de su sacerdote? Había quienes lo negaban, recordando que aquel personaje había tomado muy diversas medidas para evitar el culto que ahora predicaba, pues conocían el caso de dos criadas expulsadas de palacio por haber caído en él. Otros sostenían que, en realidad, la plaga había sido enviada por los piratas de berbería para minar la moral de la Isla, comenzando por su religión.
»Simeón indicó que todavía le quedaba algo por decir. Todos callaron, pues, estuvieran o no de acuerdo con su sacerdote, sabían que aquella era una situación trascendental, que seguramente pasaría a los anales de la historia, aunque sólo fuera por lo curioso del caso. Recuerdo que yo mismo pensé: "Algún día, le contaré a alguien la maravillosa historia de Simeón el Hereje, y me responderá que eso son cuentos de viejas; pero entonces le diré que yo estuve aquí, entre la multitud, escuchando sus palabras".
»Así que Simeón prosiguió su discurso. Refirió que había sido persuadido del poder de la nueva divinidad cuando aquel hombre del norte había curado, mediante la oración, a dos enfermos que se hallaban ya en la fase última de la enfermedad, con los cuerpos amoratados y endrinos.
»—El Hermano me contó —dijo— que su Dios también se manifestó, como el nuestro, entre los mortales, y que curó a los enfermos con la sola fuerza de su palabra. Y que, del mismo modo, él trataría de curar a los más débiles.
»Verdadero o falso, lo cierto es que poco a poco fue disminuyendo el número de casos de la enfermedad, y finalmente desapareció a los tres meses haber llegado a nuestro puerto. Unos lo achacaron a la dieta; otros, al fuego, que había destruido los barrios más contaminados. Pero algunos pensaron que quizá el Hermano Juan estuviera investido, realmente, del carisma que imprime la divinidad sobre sus siervos.
»Entre éstos últimos me contaba yo, que olvidándome de lo que mis padres y antepasados me habían enseñado, abracé la causa del Hereje. Pues ya comenzaban a darle ese nombre por el que lo conocemos ahora.
»El Hermano Juan nos adoctrinaba contándonos historias de milagros, de gallinas que cantaban después de muertas, de caballeros que mataban dragones, de demonios que tentaban, en figura de bellísimas doncellas, a los eremitas penitentes. Recuerdo que éstas últimas nos encantaban, pues en la descripción de las tentaciones, el narrador no ponía freno a la lujuria.
»Cuando remitió la peste, salimos de la ciudad como una compañía militar, dispuestos a difundir nuestras creencias por el mundo. Avanzábamos orgullosos, pensando que, si el Padre no había mandado a sus sabios para contener la pestilencia de nuestra ciudad, tampoco enviaría a sus tropas para estorbar nuestro avance. Pero, ¡ay!, cómo nos equivocábamos.
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