Relato Marco

Relato creado para NaNoWriMo 2005.

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Lugar: Madrid, Madrid, Spain

Filólogo, estudiante de antropología y autor amateur de cuentos y novelas fascinado por la literatura popular.
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martes, 22 de noviembre de 2005

8. Vida urbana

—Aquí dejó su narración Pedro Moreno—dice Tomás al otro jaque—, y aquí la dejaré yo, si me disculpáis, pues se hace tarde y he de madrugar mañana para recibir unas barricas de vino, que estoy esperando. Mañana reanudaremos la narración; tomad la habitación del piso alto, y mañana será otro día.
Aquel fue el primer día que Juan el Tuerto se estableció en la Fonda del Perdulario, que acabaría convirtiendo en su cuartel general. Pero, por aquella noche, sólo quería echar una cabezadita para liberar su mente de los vapores del vino, si bien aquella historia tan extraña se seguía dando vueltas en su cabeza, produciéndole un mareo como no le había producido ningún brebaje en su vida. Cuando despertara, había de preguntarle a alguno de sus hombres si era cierto que aquel Simeón el Hereje había sido sacerdote de Puertorreal, y si había aprovechado para su rebelión la ausencia del Capitán del Puerto. Pero no; sería mejor no preguntar nada, pues sus hombres podían considerarle un necio; regalaría sus oídos con aquellas hablillas, y, cuando su anfitrión acabara su relato, le contaría él sus aventuras, comenzando quizá por la vez aquella en que se deslizó, armado con sólo una navaja, en el palacio del Gobernador, para robar una diadema de la que se había encaprichado su Diana. ¿Dónde estaría ahora aquella Diana? A saber. Eran muchas las que había amado con pasión, pero muchas más las que había olvidado con la frialdad que da el sentirse poderoso. Pues, si el Gobernador se creía poderoso allá en su palacio, más poderoso era, sin duda, él, que hacía estremecer de espanto a sus mejores tropas.
Con estos pensamientos se durmió, y a la mañana siguiente ya no recordaba de qué habían estado hablando. Sólo sabía que su anfitrión estaría ocupado el día entero, y, por tanto, había que ocupar el tiempo en tareas útiles, tales como averiguar si existía algún otro garito donde se albergara la flor de la germanía de aquella ciudad.
Dio a sus hombres instrucciones muy claras: aquel no era su territorio, y por tanto no sólo habían de mantenerse al margen de cualquier riña, sino que sus manos debían alejarse de las faltriqueras ajenas. Sin embargo, encomendó a unos cuantos el inicio de las conversaciones diplomáticas.
Y fue del siguiente modo: en la primera taberna que encontró, informóse de la situación del principal mentidero, y allí que se fue, vestido con sus mejores ropas y con ademán distraído. No pasó mucho tiempo sin que notase que una mano hurgaba, con ligereza sólo apreciable a la gente de su oficio, en su bolsa. Hizo él entonces una seña, igualmente disimulada, a uno de sus hombres, que observaba la escena, y que al final de la mañana siguió al ladronzuelo y a sus cómplices hasta su tabuco. Allí se descubrió, y dijo que, aunque nuevo en aquella plaza, tenía ganada cátedra de bravo en provincias, y bien podría demostrar lo contrario a quien osara desmentirle. Que sólo pretendía saber si estaba cerrado el corral, y quien era el gallo que lo dirigía; por lo demás, las pocas monedas de cobre que le habían robado, además de escasas, eran falsas como un doblón de a siete, pero con gusto las sustituiría por una generosa dádiva en plata a aquellas buenas gentes que ejercían el honrado oficio de desengañar a los primos, si atendieran a su súplica.
Todo esto lo decía ante un público formado por dos niños, un mozo casi imberbe y un viejo, sin duda padre de los anteriores y maestro en el oficio, quien respondió con similar prosapia a Juan el Tuerto:
—Sin duda vos sois el bravo Juan, que dicen que ha tomado momentáneo asiento en esta villa para resolver alguna deuda pendiente. He oído que os hospedáis en la fonda del Perdulario, y habéis de saber que no pudisteis escoger mejor lugar para vuestro albergue, pues es el Patio de Minipodio de esta pequeña ciudad, y todo aquel que aspira a algo más que a mantener, como yo, a su humilde familia, atraviesa en algún momento del día sus puertas. En mi caso, tengo sólo estos tres chicos, de los cuales, como veis, uno ya está tan crecido como para poder defendernos, en caso de que alguno de los pequeños cometa alguna indiscreción; pero no tanto como para alquilarse a quien necesite un brazo fuerte para alguna misión mayor.
»Sin embargo, me honraría que los tomaseis bajo vuestra protección, si tenéis la intención, como parece, de alargar vuestra estancia aquí; pues estoy seguro de que vuestros hombres les podrían enseñar allí donde no alcanzase mi ciencia.»
Maravillose Juan el Tuerto del respeto que su persona infundía en aquellas gentes de ciudad, a las que tenía pavor, y, tomando a manera de pajecillo y guía de forasteros al mayor de los dos pequeños, volviose a la fonda, donde ya le esperaba Tomás, con un nuevo capítulo del cuento que le contó aquel hombrecillo.
Pero antes de comenzar, pidió vino e invitó a otra jarra a una pareja de rufos de la mesa vecina, por recomendación de su paje. Se trataba de los dos jaques más temidos del lugar, y podían serle útiles si albergaba en su mente la idea de pasar una temporada en la ciudad. A Juan, sin embargo, su figura no le inspiraba ningún pavor, pues vestían con toda la elegancia que ante él distinguía al hombre rico del humilde: hasta tal punto que, junto a ellos, sus mejores ropas, vestidas para pasar por una presa fácil, parecían andrajosas.
—Ese es el punto —dijo el chicuelo—: los del gremio les temen, pues, cada alhaja que lleven, es el pago de un crimen. Y entre sus víctimas, al contrario, parecen gente honrada, y así pueden ganarse su confianza.
Juan pensó en aquel momento, con horror, que cualquiera de aquellos dos podría haber sido confundido, efectivamente, con un panoli como aquel nuevo rico al que habían asaltado poco antes de la huida de Mariana. Pero siguió el consejo del mozo y los invitó a vino, para que acudieran a su mesa, y tanteándoles les preguntó si creían que había en la ciudad espacio para algunos más del oficio, pues sus gentes se habían visto obligadas a dejar por unos días la vida campesina, y necesitarían ganarse el pan hasta que llegara una ocasión propicia para volver a los campos.
—Dichoso aquel que alejado de cuidados vive, pues no ha de inclinar su testuz ante el poderoso, ni halagar al grande, ni temer al envidioso. Con esto os digo, señor, que sin duda pasaríais mejor vuestros días en el campo, y no aquí, entre el barro de las calles. Pero, si, como sospecho, es la necesidad la que os empuja a estos lugares, y no la pretensión, sabed que lilas y pardillos hay para todos.
Acabadas las negociaciones diplomáticas, pidió a Tomás que se sentara a su lado, el cual prosiguió su historia.
—Al día siguiente, dije a Pedro Moreno:
«—Es cierto que, como decís, no hay nada como escuchar el relato de un hecho histórico de boca de quien lo ha presenciado, y me habéis tenido en vilo mientras contábais el origen de la Herejía de Simeón. Sin embargo, más me complacería saber qué ocurrió con los dos exploradores que fueron a buscar el Fruto Sagrado, pues los dejasteis escudriñando los despojos del dragón.

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domingo, 20 de noviembre de 2005

7. Simeón, el hereje

—Mientras tanto, en Villarrica, las cosas estaban cada vez peor. El ganado famélico recorría los campos mugiendo de hambre y sed, los viñadores recogían los pocos racimos que no habían sido pasto de las aves, y, en su palacio, el sumo sacerdote seguía teniendo extraños sueños.
»Pero lo peor no había llegado. Un marinero que había regresado de Oriente pocos días atrás enfermó y, poco después, otro de sus compañeros de expedición comenzó a desarrollar los mismos síntomas: fiebres y escalofríos, dolores en las axilas y en la ingle, y convulsiones. Un físico examinó al primero de ellos, y observó que tenía hinchazones en las axilas. Entonces, corrió para ver si el otro tenía los mismos bultos, si bien menos ennegrecidos que en el primero. Al comprobarlo, corrió a buscar entre sus libros. En el de Dioscórides halló la respuesta que no deseaba encontrar.
»Ordenó que se aislaran las casas de los enfermos, y las de aquellos que hubieran tratado con ellos desde su enfermedad, o en los días inmediatamente anteriores. Él mismo ordenó que nadie se le acercase, y se colocó una campanilla, como un leproso, para avisar de su presencia. Aun así, la peste comenzó a hacer estragos entre los habitantes.
»Era evidente que los dioses habían montado en cólera. Simeón utilizó su último recurso: envió una paloma mensajera a Palacio, con la esperanza de que llegaran los hombres de hierro, con sus varas de la salud, que todo lo curan. Mientras tanto, ordenó que nadie saliera de la ciudad: la epidemia arrasaría la Isla si se extendía fuera del pueblo.
»El pueblo se mostró airado, ante tal decisión. Recuerdo que yo era entonces apenas un chiquillo, aunque, por supuesto, estaba persuadido de lo contrario. Con el coraje y la temeridad de los doce años, participé en los diversos motines. Por supuesto, lo que teníamos era miedo: miedo de caer también nosotros. Y por ello nos comportábamos de modo cruel con los muertos. Recuerdo que, cuando la peste estuvo extendida por todo el barrio del puerto, fui con algunos a arrojar teas sobre las casas de los que habían sido mis vecinos, y quizá amigos.
»Pero la peste no era el único enemigo. La orden del sacerdote implicaba un absoluto asedio sobre la ciudad: no nos llegaban provisiones, y nuestro único medio de subsistencia era la pesca. La desesperación se abatía sobre nosotros.
»Finalmente, quizá para evitar que los motines se convirtieran en una revuelta generalizada, Simeón convocó a todo el pueblo en la plaza del mercado, frente al templo. Allí, bajo el frontispicio decorado con escenas de la cosecha y la vendimia, degolló uno de los últimos carneros y escudriñó sus entrañas, como buscando una respuesta.
»—Este sacrificio —dijo— ha sido inútil. Nada hay en el corazón o en el hígado de esta bestia que nos ayude a comprender la razón de esta plaga.
»El pueblo lo miró, asombrado. Un rumor se extendió por toda la plaza. ¿Era posible que un sacerdote dijera tal cosa? Los guardias del palacio se pusieron nerviosos.
»—Después de examinar la cuestión —dijo—, he llegado a la conclusión de que el Hermano Juan está en lo cierto. Pues, por mucha que fuera su ira, ¿no se apiadaría de nosotros la Diosa, después de ver nuestras penurias? Y si el Padre tuviera, como dicen, un ojo que todo lo ve, ¿no habría acudido a auxiliarnos, incluso en el caso de que la paloma mensajera que le envié hubiera sido abatida por una saeta? A mi pesar, he de admitir que he estado equivocado durante muchos años. Otro Dios es el que debe recibir nuestras plegarias. Así pues, he decidido abandonar el templo de la Diosa y predicar la Verdad que me ha sido revelada. Quienes deseen seguir adorando a los viejos Dioses podrán seguir haciéndolo; no lo impediré. Pero les advierto que tal culto es inútil.
»El murmullo se convirtió en algarabía. ¿Cómo podía el sacerdote de la Madre negar la existencia de la deidad a la que había adorado durante tanto tiempo? ¿Sería la peste un castigo a Puertorreal por la impiedad de su sacerdote? Había quienes lo negaban, recordando que aquel personaje había tomado muy diversas medidas para evitar el culto que ahora predicaba, pues conocían el caso de dos criadas expulsadas de palacio por haber caído en él. Otros sostenían que, en realidad, la plaga había sido enviada por los piratas de berbería para minar la moral de la Isla, comenzando por su religión.
»Simeón indicó que todavía le quedaba algo por decir. Todos callaron, pues, estuvieran o no de acuerdo con su sacerdote, sabían que aquella era una situación trascendental, que seguramente pasaría a los anales de la historia, aunque sólo fuera por lo curioso del caso. Recuerdo que yo mismo pensé: "Algún día, le contaré a alguien la maravillosa historia de Simeón el Hereje, y me responderá que eso son cuentos de viejas; pero entonces le diré que yo estuve aquí, entre la multitud, escuchando sus palabras".
»Así que Simeón prosiguió su discurso. Refirió que había sido persuadido del poder de la nueva divinidad cuando aquel hombre del norte había curado, mediante la oración, a dos enfermos que se hallaban ya en la fase última de la enfermedad, con los cuerpos amoratados y endrinos.
»—El Hermano me contó —dijo— que su Dios también se manifestó, como el nuestro, entre los mortales, y que curó a los enfermos con la sola fuerza de su palabra. Y que, del mismo modo, él trataría de curar a los más débiles.
»Verdadero o falso, lo cierto es que poco a poco fue disminuyendo el número de casos de la enfermedad, y finalmente desapareció a los tres meses haber llegado a nuestro puerto. Unos lo achacaron a la dieta; otros, al fuego, que había destruido los barrios más contaminados. Pero algunos pensaron que quizá el Hermano Juan estuviera investido, realmente, del carisma que imprime la divinidad sobre sus siervos.
»Entre éstos últimos me contaba yo, que olvidándome de lo que mis padres y antepasados me habían enseñado, abracé la causa del Hereje. Pues ya comenzaban a darle ese nombre por el que lo conocemos ahora.
»El Hermano Juan nos adoctrinaba contándonos historias de milagros, de gallinas que cantaban después de muertas, de caballeros que mataban dragones, de demonios que tentaban, en figura de bellísimas doncellas, a los eremitas penitentes. Recuerdo que éstas últimas nos encantaban, pues en la descripción de las tentaciones, el narrador no ponía freno a la lujuria.
»Cuando remitió la peste, salimos de la ciudad como una compañía militar, dispuestos a difundir nuestras creencias por el mundo. Avanzábamos orgullosos, pensando que, si el Padre no había mandado a sus sabios para contener la pestilencia de nuestra ciudad, tampoco enviaría a sus tropas para estorbar nuestro avance. Pero, ¡ay!, cómo nos equivocábamos.
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sábado, 12 de noviembre de 2005

6. En todo cuento hay un dragón.

—Te recuerdo la historia de la Perla para que consideres que quizá aquellos dos exploradores, Gualterio y Alonso, que se hallaban ante la boca de un túnel oscuro y hediondo, estuvieran ante la guarida de un dragón parecido al que vivía en la cima del monte Izando; y, de hecho, Alonso estaba seguro de que encontrarían alguno, pues es sabido que los dos manjares que producen mayor deleite a los dragones son el corazón de una muchacha joven y hermosa y el Fruto Sagrado.
»Así que Alonso, al que dejamos entrando en la cueva, con la espada desenvainada y arrastrando de la brida a su receloso caballo, dijo a Gualterio:
»—Un dragón ha de haber aquí, a juzgar por el hedor. Es el momento de elegir: retrocedemos, y demostramos la flaqueza de nuestros corazones, pero vivimos, o penetramos en esta cueva, esperando encontrar una salida al otro lado.
»—¿Venir hasta aquí, para ahora retroceder como dos niños asustados? Eso nunca. La sangre de Albión no es como el agua en que se templa la espada, que hierve un momento para luego amansarse. Si hay un dragón hoy, mañana habrá un muerto, dragón o caballero.
»—¡Esa es la manera de hablar de los hombres! Ahora sé que puedo confiar en vos. Entremos con los caballos hasta donde sea posible; si el dragón los devora, podremos acabar con él mientras sacia su apetito. Por otro lado, tengo esperanza de que el túnel tenga una salida, pues el suelo se ve apisonado, y las altas bóvedas de esta gruta parecen haber sido excavadas por mano humana.
»En efecto: en diversos lugares, se veía que aquel túnel había sido ampliado como para permitir el paso de un grupo de gentes a caballo. Sin embargo, no se veían huellas de herraduras en la arena, aunque sí unos surcos serpenteantes que hacían sospechar lo peor.
»A pesar de la multitud de revueltas, el túnel seguía manteniendo constantemente la misma amplitud y una altura suficiente para las caballerías; el suelo, por otro lado, daba la impresión de haber sido nivelado artificialmente en el pasado, pues no era normal encontrar tanta arena una vez se había penetrado profundamente en él. De vez en cuando, alguno de los dos encontraba una marca de cantero que les confirmaba en la suposición de que, en algún momento del pasado, una ruta principal había discurrido a través de aquella montaña.
»Los dos caballeros caminaban en relativo silencio; los cascos de los caballos, amortiguados por el lecho de barro, arena y excrementos de murciélago, se oían como un rumor suave, interrumpido, de vez en cuando, por un "¡mirad!" o un bufido de los caballos.
»Poco a poco, el olor a carne en descomposición fue transformándose en un olor a huevos podridos. Sabían lo que significaba. Se acercaban a su objetivo: estaban oliendo el sulfuroso aliento del dragón. Entonces se dieron cuenta de que hacía ya un rato que no notaban el frescor de la gruta. De hecho, habían comenzado a sudar, y la temperatura se elevaba por momentos.
»Ataron los caballos a una estalactita; bebieron un sorbo de agua y rezaron, cada uno a su dios. Apretaron las cinchas de sus cotas y embrazaron sus escudos: el Capitán una gran tarja, que había traído en previsión de los dragones, y el de Albión su broquel, que roció con agua para evitar que lo quemaran las llamas de las fauces de aquella bestia. Después, tomaron sus espadas.
»—Quisiera —dijo Escoto— que ésta fuera como aquella que a un rey de nuestra tierra, dicen, le había sido guardada por una roca. O como aquella otra Durandarte que, dicen, fue capaz de partir una peña.
»—En cuanto a mi, aunque mi espada haya sido bendecida por el mismo Padre, confío más en matar a la bestia desde lejos.
»Así que pidió a Gualterio que le ayudara a trasladar unas jabalinas que había acarreado, junto a la tarja, en las alforjas de su caballo.
»Creyeron que encontrarían a la serpiente tras la siguiente revuelta, que se hallaba a pocos pasos de allí, pero todavía caminaron un trecho antes de ver el resplandor rojizo que produce la respiración de un dragón.
»Alonso, cubierto por la tarja, entró en la cámara donde se encontraba el dragón, despierto, pues sin duda los había olido. Lanzó una jabalina y, mientras Gualterio se disponía a lanza otra, tomó su espada y comenzó a moverse, gritando, para llamar la atención de la bestia. Gualterio, tras comprobar que las jabalinas que arrojaba rebotaban en las escamas del dragón, optó por deslizarse tras él.
»Mientras tanto, la bestia arrojaba su fuego sobre Alonso, que no podía asomar su cabeza por encima de su gran escudo, y había de retroceder constantemente ante los embates del gusano que, con las garras delanteras, trataba de desgarrar la tarja y a quien se ocultaba tras ella. De repente, Alonso, caminando de espaldas para alejarse del peligro, tropezó con una estalactita, y cayó al suelo, quedando sin protección. El monstruo puso sobre él su zarpa, y se dispuso a devorarlo.
»Pero, en aquel momento, un grito llamó su atención. Volvió su cabeza en el preciso instante en que Gualterio cortaba con su espada los tendones de su axila; la zarpa quedó inmóvil, pesando sobre el Capitán, pero no tanto que éste no aprovechara la sorpresa del dragón para levantarse y hundir la hoja de su arma encantada en el cuello escamoso del gusano, cuya cabeza se desplomó sobre el suelo. Victoria..
»—No conozco las leyendas de esta tierra —dijo Gualterio— pero en la mía dicen que la piel de aquel que se frota con la sangre de un dragón adquiere la dureza del cuero.
»—Creo que nada se pierde por hacer la prueba. —repuso Alonso.
»Tras untarse con la sangre del dragón, y viendo que por allí no había —al contrario de lo que los cuentos hacen suponer— ningún tesoro, buscaron por los alrededores los restos de las presas del dragón, para averiguar cuándo había probado por última vez la carne humana.
»Aunque había numerosas osamentas por los alrededores, los restos humanos parecían muy antiguos; algunos estaban prácticamente reducidos a polvo, lo que confirmaba la opinión común de que el dragón es un ser longevo. Junto a algunos huesos se veían hojas de espada cubiertas de orín, lanzas podridas, trozos metálicos vagamente triangulares que podrían haber sido puntas de flecha.
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5. La perla

—Pedro Moreno detuvo en aquel momento su narración. La noche estaba bien entrada, y el eremita me sugirió —dice Tomás a su compadre Juan el Tuerto— que sería un buen momento para acostarse. También lo habría creído yo, si no hubiera estado colgado de aquel hilo tan fino de sus palabras.
—Compadre, qué arte tenéis para dejar en suspenso las historias. Sin embargo, yo prefiero que discurran libres, y sin interrupciones. Pero de momento ya me habéis llenado la cabeza de personas, y estoy a punto de perderme. Este Pedro Moreno era aquel hombre que encontrasteis en la playa, buscando refugio de la justicia, ¿me equivoco?
—No, en absoluto, compadre. Pedro Moreno era, efectivamente, ese viejecillo, o quizá no tanto, que me estaba contando la historia en la que él mismo tuvo un pequeño papel, aunque todavía no hayamos llegado a ello. Pero no es por dejar en suspenso la historia por lo que me detengo, sino porque observo que vos no habéis dejado de beber vino, y yo, que de tanto hablar tengo la garganta como una lija, apenas he echado un trago, y poco queda ya en esta jarra, que no es la primera de la noche. Así que pediré a mi Preciosa que nos traiga un par de jarras más y, cuando las hayamos terminado, terminará por hoy el cuento, que proseguiremos, si ha de seguirse, mañana.
—Bien habláis, compadre; y perdonad que yo no os haya dado ocasión de beber; pero tan extraños asuntos como aquellos de los que tratáis han de ser escuchados atentamente, y por ello no he introducido, como podría haber hecho, algún detalle de mi propia vida; pues también yo busqué, en algún momento de mi juventud, ese Fruto Sagrado que buscan ese hombre de Albión, Gualterio Escoto, y el Capitán Alonso Núñez, que mal haya, pues seguramente habrá acariciado las espaldas y puesto collares de esparto a muchos de nuestro gremio. También, en algún momento, escuché unas palabras sobre esa secta dirigida por mi tocayo, el hermano Juan; mas pensé que todo ello eran supercherías, mas en vuestra voz parecen peligros reales.
—La misma sensación experimenté yo escuchando al eremita. A la mañana siguiente, al despertar, no estaba en su choza. Lo busqué, y lo encontré recorriendo los acantilados en busca de percebes y otros animalillos con qué desayunarse. Después de pasar toda la mañana con él, buscando un exiguo alimento que apenas compensaba los peligros a que nos exponíamos, le rogué que continuara su relato.
»—¿Dónde lo habíamos dejado? Ah, sí. Creo que te conté cómo se inició aquella búsqueda del Fruto Sagrado, y también cómo, al mismo tiempo, el sacerdote de Puertorreal se iba transformando en el heresiarca en que finalmente se convirtió. Los dos asuntos son interesantes; mas creo que deberíamos comenzar, sin embargo, por introducir una tercera historia.
»Oíste alguna vez hablar de una joven de irresistible belleza llamada la Perla? En tus ojos veo que sí. Ya conocerás la historia, según la cual fue traída en una galera que había perdido su rumbo en una peregrinación hacia un lugar que está allá, al este, en el golfo del que nacen los mares. Esta joven, ya lo sabes, había encontrado un lucrativo negocio en la persona de aquellos peregrinos que, lejanos de sus legítimas esposas, necesitaban reconfortarse en el regazo de una mujer; así, a pesar de que ella misma no poseía una excesiva beldad, había ganado mucho dinero en sus travesías a lo largo de los mares, hasta que vino a desembarcar en la Isla, por la punta de Peñarrota.
»Quiso proseguir su negocio en esta parte del mundo, y para ello pidió, como es natural, permiso a las principales cortesanas y alcahuetas del puerto, así como a sus rufianes. Sin embargo, se negó a someterse a la autoridad de ninguno de ellos, lo que le granjeó la enemistad del gremio, pero produjo, así mismo, cierto revuelo, pues diversas muchachas decidieron ser, como ella, libres, lo cual nunca antes se había visto. Las alcahuetas vieron reducido su negocio, y durante meses hubo sangre en las calles. Finalmente, la Perla trasladó su comercio, y el de sus seguidoras, a una villa retirada donde no había todavía ningún gremio establecido.
»Entonces, acabado aquel desorden, las gentes observaron que la sangría, de algún modo, continuaba: se seguía echando en falta, todas las noches, a alguna mujer, incluso honrada, a alguna doncella, o a alguna criatura, siempre del sexo femenino. El Capitán de aquel puerto estudió los hechos, preguntó a los testigos y decidió poner espías en las tabernas del muelle. Poco después supo que entre los marineros corría el rumor de que una mujer de hermoso rostro compraba niñas y doncellas, pero también mujeres maduras, para bañarse en su sangre, como método de recuperar la juventud. Sin embargo —decían— ninguno de ellos sería capaz de trabajar para tal ama, pues, si se deleitaba con la sangre humana, nadie podía estar seguro de ella.
»Unos días después, un vigilante vio dos sombras, una de las cuales arrastraba a otra. Plantándose frente a ellas, les dio el alto, pero una garra cruzó su cara y lo dejó ciego para siempre. Sin embargo, su testimonio fue suficiente para que el Capitán tomara una decisión expeditiva: quemar aquel campamento de la Perla, probable refugio de la hechicera, y sacrificar a las supervivientes al Dragón que dormía en lo alto de la Montaña: pues justo era que, si aquellas rameras habían celebrado holocaustos con la sangre de los habitantes del pueblo, también ellas participaran de sus propias hecatombes.
»El Capitán preparó el ataque con sigilo. Era verano; el campo estaba seco; soplaba una suave brisa procedente del mar que ayudaría a avivar las llamas. Se cortaron los caminos cruzando troncos de árboles, se excavaron trampas, se acantonó a las tropas en las salidas del pueblo. A continuación, desde la Torre del Trabuco de Peñarrota se lanzó aceite y yesca sobre las casas, con aquel ingenio capaz de acertar a barcos dos millas mar adentro, mientras los arqueros dejaban caer una lluvia de proyectiles incendiarios sobre los tejados. El fuego, manifestación terrenal de la cólera de los Dioses, devoró la villa en que se refugiaba la Perla mientras los habitantes que pretendían escapar eran asaeteados, degollados, empalados en las lanzas que cubrían el fondo de los pozos de lobo. Se dejó con vida a las cien mujeres más bellas y a la Perla, extrañamente rejuvenecida, quienes, encadenadas, subieron a lo alto del monte Izando, que domina aquella parte de la Isla.
»El verano es mala temporada para los dragones, que en tal época vuelan al norte, más aficionados al frío que al calor, pues, en caso contrario, se dice, el propio fuego que llevan dentro los abrasaría. Por ello se estableció en la altura un pequeño campamento hasta que el cambio de luna indicó que había llegado el momento de atar a las víctimas a postes y descender la montaña.
»Algo debió de salir mal, ya sabes, pues se dice que, años después, Peñarrota fue asolada por barcos piratas conducidos por aquella mujer, bruja o lamia, que quemó en la hoguera a cien varones supervivientes del ataque, no sin antes dejarles contemplar cómo sus mujeres eran degolladas y sus cuerpos mancillados por los berberiscos. Desde entonces ninguna mujer, y muy pocos varones, han nacido en toda aquella comarca de la Isla.
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4. Hermano Juan

»Dicen que, mientras los dos exploradores estaban recorriendo las montañas en busca del Fruto Sagrado, Simeón el Hereje comenzó a tener extraños sueños. En uno de aquellos sueños, uno de los Unicornios que guarda el Padre en sus parques cerrados hablo, con suave voz, a Simeón, diciéndole: "No creas que los dioses somos yo y quienes somos como yo; Otro hay que tiene un poder muy superior a nosotros". Esto intranquilizó sobremanera al sacerdote, que comenzó a preguntarse cuál fuera aquella divinidad.
»Pocos días después, se descubrió en aquella ciudad una pequeña secta, formada por unos cuantos hombres débiles de voluntad que habían sido cautivados por las dulces pero venenosas palabras de un hombre de Albión; este hombre, si no sacerdote, sí decía estar unido, de alguna manera, a aquella divinidad por él traída; hasta tal punto, que por dicha unión había atormentado su cuerpo en diversas maneras, la menor de las cuales era renunciar al trato con mujer ninguna. Se hacía llamar Hermano Juan, y el punto principal de su religión (que en caso contrario no habría escandalizado a ninguno de los habitantes del pueblo) era que sólo había un Dios, y, desde luego, éste no era el Padre, puesto que aquel único Dios que, según el Hermano Juan, existía, había vivido y muerto como mortal mucho tiempo atrás, pero en estos tiempos sólo se manifestaba invisiblemente, de manera contraria a nuestro Padre, que todos podemos ver; y, en todo caso, decía su fe que todas aquellas otras deidades con formas de animales (tales como la Diosa) o de plantas, que nosotros adoramos, eras irremediablemente falsas.
»Unos piadosos ciudadanos de Puertorreal denunciaron el caso a Simeón, que no sólo era el juez en asuntos religiosos, sino que, en ausencia del Capitán, era la máxima autoridad del Pueblo. El asunto parecía claro, sobre todo teniendo en cuenta que las ideas de aquellos hombres del norte no diferían mucho de las que habían manifestado, en alguna ocasión, aquellos piratas berberiscos que habían sobrevivido un día o dos al tormento. Como ellos, los de Albión creían que el Ser Supremo era sólo uno; que había dejado sus leyes escritas en un libro redactado por un hombre en comunión con Él y que había que guardar ayunos y reunir semanalmente a toda la comunidad para orar. Sin embargo, el ímpetu iconoclasta de aquellos hombres de rostro pálido parecía menor que el exhibido por los de tez cetrina (pero quizá en esto el color de la piel diese seña del predominio de los distintos humores). El sacerdote, por consideración a aquel Gualterio Escoto que estaba en aquellos momentos afrontando diversos peligros por complacer a la Diosa (pues de ello se trataba, al fin y al cabo), dijo que se limitaría a recortar la libertad del tal Hermano Juan, llevándolo a su palacio, para desentrañar los puntos de aquella adoración; y que si ésta era conveniente, él mismo ayudaría a edificar un Templo, en el que se ofrecerían sacrificios y primicias; en caso contrario, el Hermano Juan sería condenado al silencio. Por lo que respectaba a los habitantes de Puertorreal, se les recordaba que ya se había caído en la ira de la Señora de los Frutos, y que era poco conveniente exponerse a la cólera de otras deidades, como el Trueno de la Guerra o el Viejo de la Montaña, lo que debían tener en mente si se les ocurría negar, como habían venido haciendo algunos, el carácter divino de sus Personas.
»Las palabras de Simeón tranquilizaron a la población, pero no al propio sacerdote, quien, debido a esos sueños que ya he mencionado, comenzaba a creer lo mismo que acababa de desmentir.
»Llevó a Juan a sus aposentos; le ofreció suculentos manjares y trató de tentarle confiando la limpieza de sus habitaciones a las dos esclavas más hermosas que pudo hallar en el mercado. Una de ellas, la morena Aixa, viajaba cautiva en uno de los barcos que habían osado atacar aquel puerto. La otra, una mujer que por su tez extrañamente pálida habría podido pasar por compatriota del Hermano Juan, procedía de una lejana isla, saqueada tiempo atrás por los hombres de hierro. La belleza de aquellas dos esclavas no pudo, sin embargo, romper las extrañas ligaduras con que el Hermano había atado su propio corazón; es más, el propio Simeón hubo de retirarlas al comprobar que las venenosas palabras de aquel hombre estaban afectando a aquellas dos criadas.
»Escuchando a su huésped, el gran sacerdote se veía forzado, en ocasiones, a darle la razón; mas había un asunto que no acababa de comprender, sobre el que volvía una y otra vez, asiéndose a aquel punto flaco de su adversario para mantener la cordura. Y es que Juan insistía en que sólo había una deidad; sin embargo, pedía la ayuda de numerosas otras figuras; así, desde que supo con qué clase de bestia habría de medir su lanza Gualterio, fiaba las esperanzas del regreso de éste sobre un tal Jorge, que se decía había sido un noble caballero, matador de serpientes. Pero este Jorge, evidentemente, no era aquel Único cuya existencia defendía el Hermano; ¿qué era, entonces? Una y otra vez la misma respuesta: no era un dios porque no era Dios, pero, tras su muerte, había pasado a figurar en la corte de Aquel y podía, por tanto, suplicar por los mortales. ¿Pero, entonces, no era mortal él mismo? No, pues existían dos vidas: la vida mortal y la vida de ultratumba; todos los seres humanos (¡algunos decían que incluso las mujeres!) podían gozar de ambas, siempre y cuando hubieran llevado una vida recta.
»Aquello era profundamente contrario a las ideas que Simeón había aprendido de su maestro. ¿Cómo —se decía— podía existir, más allá de la muerte, un reino formado por todos los que habían vivido? ¿No estaría tan superpoblado aquel reino como la populosa corte? ¿Y no veía que era imposible mantener la rectitud en una población tan numerosa? Era más simple, creía él, pensar que las almas transmigraban; de hecho, eso explicaba la larga vida del Padre, que renacía una y otra vez, al transmigrar cada noche su alma inmortal, al mismo cuerpo que la cobijó durante el día.
»Pero aquí había un punto de confrontación, pues Juan no podía creer (de hecho, ni siquiera podía concebir) que el Padre fuera inmortal: "¡Que me demuestre su inmortalidad, y yo lo creeré!" Grandes sacrificios había de hacer nuestro sacerdote, cada noche, para evitar que el alma del Supremo Señor fuera turbada, durante su transmigración, por aquella blasfemia. Aherrojando su cuello, hacía fustigar aquellas orejas que habían oído tan maligno mensaje. Aun así, no pudo espantar de sí el demonio de la herejía.
»Simeón el Hereje: así lo llamarían en las generaciones futuras. Pero, en aquel momento, era todavía Simeón el Sabio, Simeón el Pío, buscando en sus oráculos una solución para aquel castigo que había caído sobre los campos y las gentes de Puertorreal.
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domingo, 6 de noviembre de 2005

3. De la historia que el anciano contó a Tomás

—Quizá hayas escuchado alguna vez el nombre de Simeón el hereje.
—Sí —asentí— Simeón de Puertorreal, que descabezó las estatuas de los dioses y quemó todos los templos, mientras el Padre estaba fuera de la Isla. ¿Qué chico no ha oído, sentado frente a la hoguera, ese cuento en el que se castiga la impiedad? Es una de las consejas preferidas de los ancianos.
—Pues habrás de saber que ese Simeón no es un invento de las viejas ociosas que pretenden asustar a los niños. Yo lo sé porque estuve junto a él de niño, cuando predicó la gran revuelta.
»Mi nombre es Pedro Moreno; desconozco mi edad actual, pero, en los tiempos en que tuvieron lugar aquellos hechos, contaba tan sólo doce años. Suficientes para contagiarme de las locas ideas de un necio que hizo ahorcar a muchos hombres insensatos.
»Allá en Puertorreal, Simeón era el sacerdote de la Diosa. Durante las fiestas de la recolección, presidía las ofrendas de los campesinos, y sacrificaba cientos de animales para favorecer, en la siguiente cosecha, la fertilidad de los campos. Como sacerdote, Simeón se sentaba en el consejo y su autoridad era sólo ligeramente inferior a la del Capitán del Puerto, que representaba al Padre en las deliberaciones.
»Puedes pensar que nuestro sacerdote tenía una vida opulenta, ya que recibía tantas ofrendas y dignidades. Sin embargo, en Puertorreal es tradición que las ofrendas a la Diosa sean empleadas en el mantenimiento de hospitales y otras obras de caridad. Y Simeón cumplía esta obligación escrupulosamente.
»Aquel no había sido un buen año. Tras una larga sequía que agostó los cultivos, una plaga de langosta devastó las exiguas cosechas. Los caballos, escuálidos, apenas podían arrastrar los carros vacíos, y en sus establos, las vacas mugían de hambre y de sed.
»Evidentemente, la Diosa había de haberse contrariado con el pueblo por alguna razón, puesto que en la cosecha anterior las ofrendas habían sido opulentas. Simeón se preguntó si habría olvidado cumplir alguno de los rituales, o lo había cumplido erróneamente. Desde el pueblo se alzaron voces diciendo que la Diosa se apaciguaría entregándole un doble sacrificio, pero al sacerdote le pareció que tal medida condenaría al pueblo a una hambruna aún peor.
»Entonces, sugirió que un mensajero viajara hasta el remoto Templo del Dragón y trajera uno de los frutos sagrados, para obtener respuestas durante el trance. Sin embargo, nadie en el lugar se ofreció voluntario para aquella misión.
»Habían desembarcado, unos días atrás, unos cuantos marineros que habían perdido el camino en su viaje desde Albión hasta África. Uno de ellos, Gauterio Escoto, se ofreció a recorrer los caminos de la Isla, si se le aseguraba que los súbditos del Padre no lo confundirían con un pirata.
»—Brava necedad sería —dijo el Capitán— confundiros con un pirata, pues los pocos que a estas costas arriban tienen su tez cetrina, y no son rubicundos y pecosos como vos. Sin embargo, si así lo deseáis, os acompañaré en vuestra misión, pues sería una deshonra que ningún caballero del reino se prestase a emprender el viaje, cuando un valiente extranjero parte sin temor a los peligros.
»Así, Alonso Núñez, Capitán de Puertorreal, se embarcó en la misión más peligrosa de su vida, sin saber que acabaría lamentando su decisión en una fría mazmorra, hasta el final de sus días.
»Se dice que no hay mapas para llegar al Templo del Dragón, como no los hay para llegar a la isla. El templo llama hacia sí a quienes merecen encontrarlo, y confunde con peligros y pruebas el corazón de los necios, así el de los osados como el de los cobardes. Por tal razón, es tradición que quienes se encaminan hacia tal lugar venden sus ojos y azucen a sus caballos, y sólo recobren la vista cuando éstos, exhaustos, se detengan.
»Así, los dos caballeros recorrieron leguas y más leguas, hasta llegar a un río, tras el cual se recortaban a poniente unas montañas que ninguno de los jinetes fue capaz de reconocer. Era ya el ocaso y, dado lo avanzado de la hora, desaparejaron y abrevaron los caballos, buscaron leña con que encender una hoguera y extendieron sus mantas junto a ellas, no sin antes repartirse las guardias de la noche, que transcurrió sin novedades.
»Cuando amaneció, pudieron contemplar con más claridad las montañas, iluminadas por la luz de levante. Era un macizo rocoso; en las paredes de caliza gris se divisaban desde aquella distancia multitud de sombras que delataban la existencia de cuevas.
»Los dos aventureros se desayunaron con pedazos de galleta que había llevado el marinero, empapados con un chorro del mejor vino del Puerto. Aviaron sus monturas y cabalgaron hacia las montañas por un sendero rodeado de aulagas hasta que el terreno hizo aconsejable desmontarse.
»Gualterio sugirió que examinasen las distintas cuevas, pues temía que alguna guardase un peligro que pudiera cortar su retirada, en caso de que encontrasen un obstáculo al frente. Sin embargo, tras examinar unas cuantas cavernas, Alonso sugirió que se limitasen a evitar las zonas con más grutas hasta que la noche hiciera aconsejable buscar refugio en una de ellas.
»Así anduvieron tres o cuatro días, evitando las cavernas de día y acampando de noche dentro de ellas, hasta que, una tarde, vieron que el sendero que seguían se introducía profundamente en un oscuro túnel del que salía un hedor terrible, como si allí dentro se hubieran dejado pudrir los cadáveres de cien buitres.
»Gualterio se apresuró a sacar el yesquero para encender una antorcha, mientras Alonso afilaba su espada. No era una espada cualquiera: había sido bendecida por el Padre y, aunque menos poderosa que el Xirbal con que se decapitan anualmente los unicornios de la yeguada real, poseía sin duda algún tipo de magia, pues yo mismo había presenciado cómo aquella espada hendía fácilmente los yelmos de los piratas, y a continuación su cota, hasta la cintura.
»Mientras tanto, los caballos se removían inquietos, y sólo una extraña oración pronunciada por el hombre de Albión consiguió tranquilizarlos. Los tomaron de las bridas, y se adentraron en aquella oscuridad.

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jueves, 3 de noviembre de 2005

2. Historia del rufo Tomás el Perdulario.

Es de saber que los dos truhanes más afamados de la Isla habían nacido en Villarrica de la sierra, pequeño lugar que los mineros fundaron sobre los montes del noroeste. Dicen que Juan el Tuerto, cuando trabó amistad con el rufo Tomás, le preguntó por qué había salido que aquel pueblo, que era también el suyo. Y le respondió lo más evidente: que se fue porque no podía más con la miseria, compadre. Y dizque entonces el Tuerto le preguntó cómo había vivido antes de llegar a la capital del pequeño reino.
—Cuando yo era chico, compadre, eran muchos los heraldos que venían, cada año, buscando mozos ingenuos que quisieran alistarse en las filas del Padre. Sería natural decir que un chiquillo que, como yo, no tenía mejor destino que el guiar el arado, cuando no arrastrarlo, fuese cautivado por los sueños de gloria, botín y sangre que se prometían a aquellos que se acercasen al escribano. Pero no es eso lo que me sucedió.
»Como vecino mío, recordaréis una niña que vivía en el Portal de las Angustias, y que todos los días bajaba con su jarro hasta la Fuente de la Ermita para llenarlo con aquella agua ferruginosa. Su nombre era Clara. A mí me gustaba verla pasar, y en más de una ocasión me sorprendieron sus ojos, que parecían acusarme de mirón y condenarme por tímido. Así, hasta que comencé a ser un mozo. Entonces, comencé a comportarme con descaro, por un lado, y por otro a destacar como el que más en todas las distracciones propias de la edad: así, yo era el primero en valor, cuando de domar un potro o encerrar los novillos se trataba; el primero en astucia, a la hora de robar los huevos de las picazas y descubrir las madrigueras de las raposas; el primero en el juego, también, y en los bailes.
»Sin embargo, observé que la muchacha no sólo no prestaba atención a mis proezas, sino que rehuía mis insinuaciones, e incluso comenzó a frecuentar a un tal Eusebio, unos años mayor que yo, mientras se reía de mí, todavía barbilampiño.
»Aunque al principio pensé que lo hacía por darme celos, pronto llegué a la conclusión de que no paraba ahí la cosa. Una noche, apostado bajo la reja de Clara, vi llegar a Eusebio, embozado, y vi cómo la nívea mano de Clara dejaba caer, a sus pies, una llave para franquear la puerta de la casa... ¡y la de sus aposentos!
»Esperé allí hasta el alba. Cuando el primer rayo de sol asomaba entre los riscos del monte, Eusebio, vestido apresuradamente, salía por la puerta. Clara debía de estar presenciando la escena, porque escuché un grito cuando salí, la espada desenvainada, a satisfacer mi indignación de amante y celoso. Es cierto que aquella a quien yo había dado mi corazón nunca me dio pruebas de haber querido poseerlo, pero ello no estorbó mi brazo cuando tiré una estocada recta al pecho de mi rival, que apenas había tenido tiempo de alzar en su defensa un brazo cubierto de ropas.
»Mientras él se desangraba, comprendí la situación. Debía poner pies en polvorosa, o los alguaciles acabarían prendiéndome. Sin pasar por casa ni recoger tan sólo un mendrugo de pan para el camino, eché a andar y no me detuve hasta haber llegado a la orilla del océano.
»Cuando los riscos en que se basa la sierra del noroeste llegan al mar, formando acantilados cortados a pico y arrecifes que se internan muchas brazas a lo lejos, hacen a menudo pequeños recovecos y calas a las que es difícil llegar, excepto para las cabras o las gaviotas. En el centro de una de esas calas, sobre la orilla arenosa, una choza me hizo comprender que por algún lugar había de encontrar un camino para pies humanos. Una vez hube bajado, me acerqué a la choza, pues deseaba conocer quién podía querer vivir en un lugar tan solitario como aquel.
»Vivía allí un hombre de no muchos años, pero muy mal llevados: su extrema delgadez y su falta de aseo mostraban a las claras que pocos hombres llegaban a aquel lugar, y que él tampoco hacía nada por llegarse a otros de su especie.
»Cuando me vio, me recibió con una mirada sañuda, como la de aquel león que cree que tendrá que competir con otro por el exiguo alimento. Sin embargo, se fue aplacando cuando le ofrecí unas bayas que había recogido por el camino, de modo que le pude contar mi historia.
»Yo creía que podría esperar comprensión en un hombre como aquel, que había vivido tanto tiempo separado de otros hombres, pues en mis pensamientos sostenía que, sin duda, nadie querría aislarse de la sociedad sino para expiar alguna deuda con ella contraída. En cambio, aquel salvaje comenzó a insultarme y a ponderar la gravedad del homicidio.
»Este era, sin duda, el mayor pecado que hombre alguno podía cometer, y mayor aún si se cometía amparándose en las engañosas promesas que el amor había puesto ante mis ojos. Pues, decía el ermitaño, qué no haría por odio aquél que decía matar por amor.
»Traté de hacerle ver que yo era joven y fogoso, y que sin duda había cometido aquel acto en un momento de enajenación, pues vi su gravedad en cuanto mi espada se hundió en la carne, pero todo fue inútil. Finalmente, se me ocurrió que, si conocía la razón que había llevado a aquel lugar al habitante de la choza, quizá podría lograr que me perdonara y me dejara vivir con él.
»Así que, sentándome junto a él, le dije que, si grandes eran mis pecados, igualmente grandes debían de ser los suyos, pues pagaba con ellos recluido en aquella soledad, en una prisión cuyas paredes las formaban, de un lado, los acantilados y, del otro, el proceloso océano.

»—Grandes son, sin duda alguna —dijo—, pero no que injurien a los mortales, sino sólo a Aquel que no puede morir nunca.

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martes, 1 de noviembre de 2005

1. La fonda del perdulario

En la esquina suroeste de la Plaza Mayor de la villa se abre un estrecho arco que, a través de una escalinata demasiado empinada para los caballos, conduce tras un par de revueltas a la calle de Herrerías. Si el caminante fija atentamente su mirada mientras recorre este camino, observará, dirigiendo su mirada a la derecha tras el primer giro, un zaguán ante el cual no falta a ninguna hora la luz de un candil, pero tras el cual reina la penumbra. Si se atreviese a preguntar a alguna de las sombras embozadas que pasan, casi a hurtadillas, por esa calle, quizá le dijeran que se trata de la fonda del perdulario, una de las casas de juego con más solera de toda la isla.
La fonda tiene su historia trágica, llena de oro, codicia, disputas y aceros ensangrentados. Pero para muchos es un remanso de paz, una tabla de salvación a la que agarrarse cuando los alguaciles salen del ayuntamiento dispuestos a limpiar la ciudad de vagos, maleantes y gentes de su calaña. Pues es cosa sabida que Tomás, el regente de la casa, unta, y no con grasa, los goznes de todas las prisiones del pequeño reino. Lo cual permite que allí se reúna la flor de los rufianes y la crema de la germanía, amén de los jugadores y su séquito de mirones, tahúres, ganchos, cortabolsas, y otros pícaros; razón por la cual tiene cuartel general en sus estancias superiores, justo sobre la mancebía, la banda de Juan el Tuerto, el más temido de los bandidos que asolan la comarca.
Se dice que hasta el mismo rey se descubre a su paso, y aunque parezca cosa de jácara, es cierto que en algo ha de haber valorado el auxilio que sus hombres han prestado, en más de una ocasión, contra los corsarios berberiscos. Quienes, por otro lado, suelen mantenerse tan lejos como pueden de estas costas, pues dicen que ha de ser cosa de magia que ninguno de los sabios sea capaz de fijar su ubicación sobre las cartas. Pero eso es otra historia, y será contada en otra ocasión; dejad por ahora que remoje mi gaznate y proseguiré con nuestro asunto.
Dicen, pues, que este Juan el Tuerto llegó a la fonda del perdulario buscando a una mujer, una tal Mariana que había escapado de su guarida. Mariana no era joven ni hermosa, y en cuanto a su virtud baste saber que la perdió por unos cuartos, pero del Tuerto nadie se despide a la francesa, y menos tras distraerle una bolsa de onzas. Que hacía tiempo que Mariana quería abandonar a Juan, eso lo sabe entre sus hombres hasta el último robaperas; pero nadie esperaba que saliera llena de oro, ni que consiguiera escapar a la venganza.
Aquel día había pasado por allí, con poca escolta, un infeliz que venía de hacer una fortuna en el nuevo mundo. Los hombres de Juan, avisados con antelación, esperaban ocultos en un bosquecillo situado a la margen derecha del camino. La víctima opuso resistencia y, después de herida, fue ahorcada allí mismo; por el contrario, los hombres de la escolta —algunos dicen que vendidos— huyeron en cuanto la cosa se puso fea. El botín fue suculento: oro, joyas, artefactos mecánicos y dos barricas del mejor vino de ultramar, que fueron degustadas en cuando llegaron a la guarida. Algo debió de hacer Mariana con la bebida, pues aquella noche, después de saciar su sed, su hambre y sus apetitos, roncaba a pierna suelta incluso Samuel el Casto, el abstemio monje excomulgado sobre el que en ocasiones tales.solía recaer la guardia.
Lo primero que notó el Tuerto fue la falta del dinero. Entonces, reunió a su gente y, pasándole revista, observó que faltaba Mariana. Inmediatamente ordenó a la mitad de sus hombres que buscaran su rastro por pueblos y ciudades, mientras buscaba una segunda guarida con la segunda. "Una vez me ha robado —decía para sí—, no le importaría revelar mi escondite".
No pasaron muchos días antes de que supiera que había sido vista en la capital. Era natural, pues por algún tipo de fuerza centrípeta, allí se encaminaba todo aquel que soñaba con escapar no sólo de la esclavitud del arado, sino de cualquier otra labor que requiriera algún tipo de esfuerzo. Y era tal la cantidad de gente que vivía allí de su ingenio, que en sus mentideros había sentada cátedra de truhanesca y picardía, que enseñaba a los primos las grandes lecciones de la universidad de la vida.
Aunque solía asolar sus contornos, a Juan el Tuerto no le gustaba la ciudad. Él era hombre de espacios abiertos, y sabía moverse sigilosamente entre los árboles y otear sus presas desde la altura de unas peñas. Aun así, sabía que si Mariana estaba escondida en la capital, sólo había un lugar donde pudiera ocultarse: la fonda del perdulario.
Y así fue como Juan el Tuerto, ladrón entre ladrones, encontró a Tomás, rufián entre rufianes. Su primer encuentro se limitó a unas palabras; después, brillaron los floretes. Tomás no quería desprenderse de Mariana, en quien encontraba una sabia consejera, y un ama excelente para las pupilas que dormitaban en las alcobas de los pisos altos. Juan quería, a toda costa, marcar el rostro de la que así le había despreciado. El combate fue largo: cada vez que uno de ellos intentaba un ardid, encontraba pronta la parada; por más que tirasen, siempre chocaban las hojas sin encontrar el cuerpo del rival. Finalmente, ya agotados, los dos rivales cayeron el uno sobre el otro, para dirimir con los puños y los brazos la contienda. Y hubieran seguido hasta la extenuación si no hubiera llegado, en aquel momento, un muchacho con la noticia de que Mariana había huido de la fonda.
Elogiando su arte, el Tuerto preguntó a su adversario quién le había enseñado la esgrima. Sólo entonces supieron la verdad: que habían sido, en su infancia, vecinos del mismo pueblo, y aun parientes.
En cuanto a Mariana, sólo sé de ella que saltó a un barco, y probablemente acabó sus días como esclava en las costas de África, pero hay quien prefiere pensar que acabó como una reina, como le sucedió a aquella otra perdida a quien llamaron la Perla.


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