8. Vida urbana
—Aquí dejó su narración Pedro Moreno—dice Tomás al otro jaque—, y aquí la dejaré yo, si me disculpáis, pues se hace tarde y he de madrugar mañana para recibir unas barricas de vino, que estoy esperando. Mañana reanudaremos la narración; tomad la habitación del piso alto, y mañana será otro día.
Aquel fue el primer día que Juan el Tuerto se estableció en la Fonda del Perdulario, que acabaría convirtiendo en su cuartel general. Pero, por aquella noche, sólo quería echar una cabezadita para liberar su mente de los vapores del vino, si bien aquella historia tan extraña se seguía dando vueltas en su cabeza, produciéndole un mareo como no le había producido ningún brebaje en su vida. Cuando despertara, había de preguntarle a alguno de sus hombres si era cierto que aquel Simeón el Hereje había sido sacerdote de Puertorreal, y si había aprovechado para su rebelión la ausencia del Capitán del Puerto. Pero no; sería mejor no preguntar nada, pues sus hombres podían considerarle un necio; regalaría sus oídos con aquellas hablillas, y, cuando su anfitrión acabara su relato, le contaría él sus aventuras, comenzando quizá por la vez aquella en que se deslizó, armado con sólo una navaja, en el palacio del Gobernador, para robar una diadema de la que se había encaprichado su Diana. ¿Dónde estaría ahora aquella Diana? A saber. Eran muchas las que había amado con pasión, pero muchas más las que había olvidado con la frialdad que da el sentirse poderoso. Pues, si el Gobernador se creía poderoso allá en su palacio, más poderoso era, sin duda, él, que hacía estremecer de espanto a sus mejores tropas.
Con estos pensamientos se durmió, y a la mañana siguiente ya no recordaba de qué habían estado hablando. Sólo sabía que su anfitrión estaría ocupado el día entero, y, por tanto, había que ocupar el tiempo en tareas útiles, tales como averiguar si existía algún otro garito donde se albergara la flor de la germanía de aquella ciudad.
Dio a sus hombres instrucciones muy claras: aquel no era su territorio, y por tanto no sólo habían de mantenerse al margen de cualquier riña, sino que sus manos debían alejarse de las faltriqueras ajenas. Sin embargo, encomendó a unos cuantos el inicio de las conversaciones diplomáticas.
Y fue del siguiente modo: en la primera taberna que encontró, informóse de la situación del principal mentidero, y allí que se fue, vestido con sus mejores ropas y con ademán distraído. No pasó mucho tiempo sin que notase que una mano hurgaba, con ligereza sólo apreciable a la gente de su oficio, en su bolsa. Hizo él entonces una seña, igualmente disimulada, a uno de sus hombres, que observaba la escena, y que al final de la mañana siguió al ladronzuelo y a sus cómplices hasta su tabuco. Allí se descubrió, y dijo que, aunque nuevo en aquella plaza, tenía ganada cátedra de bravo en provincias, y bien podría demostrar lo contrario a quien osara desmentirle. Que sólo pretendía saber si estaba cerrado el corral, y quien era el gallo que lo dirigía; por lo demás, las pocas monedas de cobre que le habían robado, además de escasas, eran falsas como un doblón de a siete, pero con gusto las sustituiría por una generosa dádiva en plata a aquellas buenas gentes que ejercían el honrado oficio de desengañar a los primos, si atendieran a su súplica.
Todo esto lo decía ante un público formado por dos niños, un mozo casi imberbe y un viejo, sin duda padre de los anteriores y maestro en el oficio, quien respondió con similar prosapia a Juan el Tuerto:
—Sin duda vos sois el bravo Juan, que dicen que ha tomado momentáneo asiento en esta villa para resolver alguna deuda pendiente. He oído que os hospedáis en la fonda del Perdulario, y habéis de saber que no pudisteis escoger mejor lugar para vuestro albergue, pues es el Patio de Minipodio de esta pequeña ciudad, y todo aquel que aspira a algo más que a mantener, como yo, a su humilde familia, atraviesa en algún momento del día sus puertas. En mi caso, tengo sólo estos tres chicos, de los cuales, como veis, uno ya está tan crecido como para poder defendernos, en caso de que alguno de los pequeños cometa alguna indiscreción; pero no tanto como para alquilarse a quien necesite un brazo fuerte para alguna misión mayor.
»Sin embargo, me honraría que los tomaseis bajo vuestra protección, si tenéis la intención, como parece, de alargar vuestra estancia aquí; pues estoy seguro de que vuestros hombres les podrían enseñar allí donde no alcanzase mi ciencia.»
Maravillose Juan el Tuerto del respeto que su persona infundía en aquellas gentes de ciudad, a las que tenía pavor, y, tomando a manera de pajecillo y guía de forasteros al mayor de los dos pequeños, volviose a la fonda, donde ya le esperaba Tomás, con un nuevo capítulo del cuento que le contó aquel hombrecillo.
Pero antes de comenzar, pidió vino e invitó a otra jarra a una pareja de rufos de la mesa vecina, por recomendación de su paje. Se trataba de los dos jaques más temidos del lugar, y podían serle útiles si albergaba en su mente la idea de pasar una temporada en la ciudad. A Juan, sin embargo, su figura no le inspiraba ningún pavor, pues vestían con toda la elegancia que ante él distinguía al hombre rico del humilde: hasta tal punto que, junto a ellos, sus mejores ropas, vestidas para pasar por una presa fácil, parecían andrajosas.
—Ese es el punto —dijo el chicuelo—: los del gremio les temen, pues, cada alhaja que lleven, es el pago de un crimen. Y entre sus víctimas, al contrario, parecen gente honrada, y así pueden ganarse su confianza.
Juan pensó en aquel momento, con horror, que cualquiera de aquellos dos podría haber sido confundido, efectivamente, con un panoli como aquel nuevo rico al que habían asaltado poco antes de la huida de Mariana. Pero siguió el consejo del mozo y los invitó a vino, para que acudieran a su mesa, y tanteándoles les preguntó si creían que había en la ciudad espacio para algunos más del oficio, pues sus gentes se habían visto obligadas a dejar por unos días la vida campesina, y necesitarían ganarse el pan hasta que llegara una ocasión propicia para volver a los campos.
—Dichoso aquel que alejado de cuidados vive, pues no ha de inclinar su testuz ante el poderoso, ni halagar al grande, ni temer al envidioso. Con esto os digo, señor, que sin duda pasaríais mejor vuestros días en el campo, y no aquí, entre el barro de las calles. Pero, si, como sospecho, es la necesidad la que os empuja a estos lugares, y no la pretensión, sabed que lilas y pardillos hay para todos.
Acabadas las negociaciones diplomáticas, pidió a Tomás que se sentara a su lado, el cual prosiguió su historia.
—Al día siguiente, dije a Pedro Moreno:
«—Es cierto que, como decís, no hay nada como escuchar el relato de un hecho histórico de boca de quien lo ha presenciado, y me habéis tenido en vilo mientras contábais el origen de la Herejía de Simeón. Sin embargo, más me complacería saber qué ocurrió con los dos exploradores que fueron a buscar el Fruto Sagrado, pues los dejasteis escudriñando los despojos del dragón.
[ 1227 palabras + 7621 = 8848 palabras]
Relato creado para NaNoWriMo 2005
Relato publicado bajo la licencia Creative Commons noncommercial-sharealike.
Aquel fue el primer día que Juan el Tuerto se estableció en la Fonda del Perdulario, que acabaría convirtiendo en su cuartel general. Pero, por aquella noche, sólo quería echar una cabezadita para liberar su mente de los vapores del vino, si bien aquella historia tan extraña se seguía dando vueltas en su cabeza, produciéndole un mareo como no le había producido ningún brebaje en su vida. Cuando despertara, había de preguntarle a alguno de sus hombres si era cierto que aquel Simeón el Hereje había sido sacerdote de Puertorreal, y si había aprovechado para su rebelión la ausencia del Capitán del Puerto. Pero no; sería mejor no preguntar nada, pues sus hombres podían considerarle un necio; regalaría sus oídos con aquellas hablillas, y, cuando su anfitrión acabara su relato, le contaría él sus aventuras, comenzando quizá por la vez aquella en que se deslizó, armado con sólo una navaja, en el palacio del Gobernador, para robar una diadema de la que se había encaprichado su Diana. ¿Dónde estaría ahora aquella Diana? A saber. Eran muchas las que había amado con pasión, pero muchas más las que había olvidado con la frialdad que da el sentirse poderoso. Pues, si el Gobernador se creía poderoso allá en su palacio, más poderoso era, sin duda, él, que hacía estremecer de espanto a sus mejores tropas.
Con estos pensamientos se durmió, y a la mañana siguiente ya no recordaba de qué habían estado hablando. Sólo sabía que su anfitrión estaría ocupado el día entero, y, por tanto, había que ocupar el tiempo en tareas útiles, tales como averiguar si existía algún otro garito donde se albergara la flor de la germanía de aquella ciudad.
Dio a sus hombres instrucciones muy claras: aquel no era su territorio, y por tanto no sólo habían de mantenerse al margen de cualquier riña, sino que sus manos debían alejarse de las faltriqueras ajenas. Sin embargo, encomendó a unos cuantos el inicio de las conversaciones diplomáticas.
Y fue del siguiente modo: en la primera taberna que encontró, informóse de la situación del principal mentidero, y allí que se fue, vestido con sus mejores ropas y con ademán distraído. No pasó mucho tiempo sin que notase que una mano hurgaba, con ligereza sólo apreciable a la gente de su oficio, en su bolsa. Hizo él entonces una seña, igualmente disimulada, a uno de sus hombres, que observaba la escena, y que al final de la mañana siguió al ladronzuelo y a sus cómplices hasta su tabuco. Allí se descubrió, y dijo que, aunque nuevo en aquella plaza, tenía ganada cátedra de bravo en provincias, y bien podría demostrar lo contrario a quien osara desmentirle. Que sólo pretendía saber si estaba cerrado el corral, y quien era el gallo que lo dirigía; por lo demás, las pocas monedas de cobre que le habían robado, además de escasas, eran falsas como un doblón de a siete, pero con gusto las sustituiría por una generosa dádiva en plata a aquellas buenas gentes que ejercían el honrado oficio de desengañar a los primos, si atendieran a su súplica.
Todo esto lo decía ante un público formado por dos niños, un mozo casi imberbe y un viejo, sin duda padre de los anteriores y maestro en el oficio, quien respondió con similar prosapia a Juan el Tuerto:
—Sin duda vos sois el bravo Juan, que dicen que ha tomado momentáneo asiento en esta villa para resolver alguna deuda pendiente. He oído que os hospedáis en la fonda del Perdulario, y habéis de saber que no pudisteis escoger mejor lugar para vuestro albergue, pues es el Patio de Minipodio de esta pequeña ciudad, y todo aquel que aspira a algo más que a mantener, como yo, a su humilde familia, atraviesa en algún momento del día sus puertas. En mi caso, tengo sólo estos tres chicos, de los cuales, como veis, uno ya está tan crecido como para poder defendernos, en caso de que alguno de los pequeños cometa alguna indiscreción; pero no tanto como para alquilarse a quien necesite un brazo fuerte para alguna misión mayor.
»Sin embargo, me honraría que los tomaseis bajo vuestra protección, si tenéis la intención, como parece, de alargar vuestra estancia aquí; pues estoy seguro de que vuestros hombres les podrían enseñar allí donde no alcanzase mi ciencia.»
Maravillose Juan el Tuerto del respeto que su persona infundía en aquellas gentes de ciudad, a las que tenía pavor, y, tomando a manera de pajecillo y guía de forasteros al mayor de los dos pequeños, volviose a la fonda, donde ya le esperaba Tomás, con un nuevo capítulo del cuento que le contó aquel hombrecillo.
Pero antes de comenzar, pidió vino e invitó a otra jarra a una pareja de rufos de la mesa vecina, por recomendación de su paje. Se trataba de los dos jaques más temidos del lugar, y podían serle útiles si albergaba en su mente la idea de pasar una temporada en la ciudad. A Juan, sin embargo, su figura no le inspiraba ningún pavor, pues vestían con toda la elegancia que ante él distinguía al hombre rico del humilde: hasta tal punto que, junto a ellos, sus mejores ropas, vestidas para pasar por una presa fácil, parecían andrajosas.
—Ese es el punto —dijo el chicuelo—: los del gremio les temen, pues, cada alhaja que lleven, es el pago de un crimen. Y entre sus víctimas, al contrario, parecen gente honrada, y así pueden ganarse su confianza.
Juan pensó en aquel momento, con horror, que cualquiera de aquellos dos podría haber sido confundido, efectivamente, con un panoli como aquel nuevo rico al que habían asaltado poco antes de la huida de Mariana. Pero siguió el consejo del mozo y los invitó a vino, para que acudieran a su mesa, y tanteándoles les preguntó si creían que había en la ciudad espacio para algunos más del oficio, pues sus gentes se habían visto obligadas a dejar por unos días la vida campesina, y necesitarían ganarse el pan hasta que llegara una ocasión propicia para volver a los campos.
—Dichoso aquel que alejado de cuidados vive, pues no ha de inclinar su testuz ante el poderoso, ni halagar al grande, ni temer al envidioso. Con esto os digo, señor, que sin duda pasaríais mejor vuestros días en el campo, y no aquí, entre el barro de las calles. Pero, si, como sospecho, es la necesidad la que os empuja a estos lugares, y no la pretensión, sabed que lilas y pardillos hay para todos.
Acabadas las negociaciones diplomáticas, pidió a Tomás que se sentara a su lado, el cual prosiguió su historia.
—Al día siguiente, dije a Pedro Moreno:
«—Es cierto que, como decís, no hay nada como escuchar el relato de un hecho histórico de boca de quien lo ha presenciado, y me habéis tenido en vilo mientras contábais el origen de la Herejía de Simeón. Sin embargo, más me complacería saber qué ocurrió con los dos exploradores que fueron a buscar el Fruto Sagrado, pues los dejasteis escudriñando los despojos del dragón.
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